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ainítoersítp of Ji3ort6 Carolina
Cfte Rocfeefeüer jFounDation
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University of North Carolina at Chapel Hil
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ALBERTO GHIRALDO » ¿í"
Carne Doliente
BUENOS AIHES
Microfilmed
SOUNET/ASERL PROJECT
1990-92
4
Jí
00
Jferoica
CONQUISTA
Diez meses de estadía en tierra conquis-
tada y ya el español sentíase dueño de
América, la Atlántida encantada que pre-
sintió Platón, promesa de oro...
Oro. Lo buscaba con ansia loca el aven-
turero invasor y, en tanto la promesa no
se hacía realidad en manos del habitante
indígena, él entretenía sus ocios en franca-
helas y jolgorios,
-8-
La mujer nativa servíale para ello, ya
que las alas del amor no se habían exten-
dido hasta la cubierta del barco audaz en
busca del vellocino,— vellocino prometido á
costa de la sangre en cuyo derramamiento
el amor parecía no querer hacerse cóm-
plice.
En la tienda del conquistador había esa
noche fiesta y fiesta grande. Se festejábala
posesión por uno de los oficiales españoles
de la más linda y guerrera clama queran-
dí, una soberbia piedra en bruto, diamante
codiciado por la lujuria extranjera.
El aguardiente importado aceleraba vio-
lentamente la circulación de la sangre, hen-
chía las arterias de aquellos organismos
vigorosos, encendía las pupilas de las in-
dias poniendo en ellas fulguraciones des-
conocidas y excitaba hasta el vértigo los
desees del español hambriento de pulpa
pecaminosa.
La abstinencia en que habían vivido du-
rante los interminables meses de la trave-
sía marina, centuplicaba las fuerzas de les
jóvenes soldados de la conquista, quienes
en sus nuevos despertares lúbricos tenían
-9-
bríos de espadas nuevas, estallidos de sa-
vias contenidas en árboles del trópico.
Las chinas regordetas y fornidas corres-
pondían á sus abrazos, devolviendo lava por
fuego, volcán por incendio, en un derroche
de energías formidables, borrachas de al-
cohol y de caricias cristianas.
¡Ah, morir así cautivas y traidoras, ol-
vidadas de la raza en derrota, de su raza
humillada, estrechadas á aquellos pechos
enemigos y deseados!
¡Ah, morir así sin ver ya en lontananza
el fantasma de la tribu vencida, envuelta
en nube sangrienta corriendo, dispersa y
errante, por la pampa florida!
¡Ah, morir así en aquella embriaguez
de los sentidos, en aquel aturdimiento en-
loquecedor, girando en medio de danzas
caprichosas, doblemente mareadas por mú-
sicas, por armonías nuevas y extrañas, sin
pensar ya en el desastre de los hermanos,
en la ruina de los suyos, en la hecatombe
de sus pueblos! ¡La embriaguez, el olvido
y la muerte! ¡Ah, por fin!
¿Morir? ¿Y porque no? ¡Todos morían,
todos entregaban sus tesoros y su sangre al
-10-
orgullo, á la ambición del cristiano, mons-
truo insaciable, terrible y trágico, adorador
de un dios en cuyas aras solo era luz el
sacrificio del hermano!
II
El sol de aquella fiesta brillaba en su
cénit cuando el sargento de servicio se pre-
sentó en la tienda preguntando por el ofi-
cial de guardia.
El sargento era portador de una nueva
importante. En un reconocimiento, acabado
de hacer minutos antes, habían copado los
españoles una pequeña columna indígena,
más bien dicho una partida, un grupo, —
cuarenta hombres á la sazón prisioneros.
-11-
Venía jmes á pedir órdenes. El estaba
prevenido, teniendo la consigna ele dar
cuenta de cualquier novedad en la tienda
del capitán donde permanecería el oficial
de guardia mientras durara la fiesta.
El oficial, un teniente, oyó de boca del
sargento la relación de la hazaña, una ca-
sualidad por otra parte puesto que los es-
pañoles, malos ginetes, no podían realizar
estos hechos sino cuando, como en la oca-
sión presente, el indio iba desmontado de-
jando de ser centauro.
Aunque el oficial no diera mayor impor-
tancia á la noticia se le ocurrió transmitir-
la al capitán, jefe en esos momentos del
destacamento español. Quizá cruzó por su
imaginación enardecida la idea de agregar
con ella un detalle, un complemento cómi-
co ó trágico, era igual, á la orgia en su
cénit... Si la carne de la india era el plato
brindado á la sensualidad extrangera ¿por-
que la sangre del indio no habría de servir-
le de condimento?
Y habló al capitán.
-12—
III
— Prisioneros... Cuarenta indios... ¡Oh, la
mar, la mar!... Contemos.... uno... uno... más
otro... más... dos... uno... sí... son cuarenta
y... uno... ¡va! no se puede contar... uno... ¡Ha-
ber el seno!...
Y" el capitán borracho, con un jesto deli-
rante, tiró un manotón al pecho de la india
aferrándole una mama con tal fuerza que
esta dio un grito mirándole azorada.
— ¡Haber el seno! El segundo manotón, más
suave pero mal dirigido, no hizo sino rozar
las carnes de la india.
— Capitán, el sargento espera órdenes.
¿Qué le digo? ¿Qué se hace con los indios?
Era el oficial de guardia quien interro-
gaba.
Entonces el capitán, como herido en al-
guna fibra muy íntima y á pesar de la em-
briaguez que parecía dominarle, se irguió
-13-
tan alto como era y, en un arranque solem-
ne, exclamó:
— ¿Con los indios? ¿Qué qué se hace? ¡Ya lo
he dicho, pues, ó no se me entiende!... ¡Ar-
cabucearlos á todos! Es bien sencillo... ¿En-
tiende, teniente!
— Es que el capitán no había dicho...
argüyó el teniente con cierta amable ironía.
— ¡Pero lo dice ahora!
— ¿A todos capitán? Son cuarenta...
— ¡Uno es cuarenta, bárbaro! ¡A todos!
— Yo decía por el gasto de balas, capitán...
— ¡Tiene razón teniente!... Que se haga en-
tonces como se pueda. ¡Pero ni uno vivo!
Y el oficial salió con la orden tremenda.
En tanto la india muda, diríase impasi-
ble, contemplaba la escena, entendiéndola
como por adivinación pues conocía poco el
idioma.
¡Estaba escrito: todos morirían, la raza
vencida sería ofrendada, en pira humeante, al
dios trágico! ¡Oh, dolor ¡oh, sombra ¡oh,
vida!
Y en los ojos de la india brilló un rayo.
-14-
IV
Nunca abrazo más fuerte dado por
músculos de hembra retuvo al capitán en
éxtasis tan voluptuoso. Cautiva y traidora
yo te amaré con un amor único decíanle
los ojos de la hurí pampa. Cautiva y trai-
dora, esclava del goce, yo te ofrendaré mi
regazo de bronce donde han de fundirse
tus ansias sin freno. Hombre blanco, ene-
migo de los míos, dame tus labios para
olvidar en ellos el dolor que infligiste al
hermano. ¡Toma también mi sangre, toma
mi vida toda, toda la vida, toda la sangre
de tu esclava!
¿No ves? El amor habla en mis ojos, bro-
ta en mis carnes en medio del espasmo pro-
vocado por el placer. Tuya soy, continua-
qan diciendo los ojos. He aquí á la mujer
rendida al hombre por la fuerza y el ruego.
-15—
¡Mírame! Soy siempre la mujer primitiva to-
mada en la cueva después del asalto al ene-
migo y entregada al dominador como un
premio. ¡Mírame! Sigo siendo la esclava eter-
na; codiciada, á quien se doblega para aca-
riciar, esclava á quien no se teme porque
ella ha gustado siempre ceder á la violencia,
entregarse al más poderoso, al más fuerte*
¡Tómame, dame tus labios, hombre blanco,
enemigo de los míos y seré feliz! Esclava
soy...
En un ángulo de la estancia, bacía don-
de la india había atraído al capitán estaba
la espada de este recién desceñida.
Allí, rodeados de hombres ebrios, que dor-
mían ó vociferaban tirados en tierra como
cosas, iban á celebrarse aquellas extrañas
nupcias.
-16-
De un empujón, como al descuido, la
india hizo rodar la espada que cayó sin es-
tréj)ito como si no tuviera por que dar nin-
guna voz de alarma a su dueño.
— ¡Tu vida cristiano, quiero!....
— ¡India mia!...
Y rodaron en un abrazo sobre el lecho de
tierra duro y lustroso.
— ¿Quieres que te hable, cristiano? Uno
es cuarenta ¿sabes? — dijo la india antes de
la caricia suprema y extendiendo la mano
empuñó la ^espada caída.
— ¡India mía, india mia!... balbuceó el ca-
pitán en vísperas del espasmo.
— Uno es cuarenta ¿sabes? — volvió á decir
la india haciendo un ademán brusco.
Después un alarido y un sollozo.
De un solo tajo, con su propia espada, aca-
baba de dejarlo eunuco.
En ese momento un trabucazo resonó
hondo en la noche haciendo estremecer la
Pampa.
¡Uno es cuarenta, bárbaro!.
INDEPENDEMCIñ
El criollo enriquecido, dueño ya de un
bienestar material sólo perturbado por la
idea de su esclavitud tributaria al reino espa-
ñol, pensó en la independencia levantando
su pendón de rebelde contra el poder escla-
vizados
Producida por causas económicas como
lo han sido casi todas las guerras que des-
pués han dado en llamarse de razas, la
-18-
guerra de la independencia americana tuvo
su génesis en las imposiciones comerciales
á que el extranjero sometía al criollo por
intermedio del virreinato.
A concretar las aspiraciones de los que
ya se consideraban poseedores y dueños de-
tentados, vienen después los cerebros de há-
biles políticos constituyendo ellos la luz, el
foco revolucionario que había de irradiar á
poco con resplandores de incendio por todo
un continente.
Producto mestizo de español y de indíge-
na tenía el criollo tanto del empuje y la
soberbia del primero cuanto de la astucia y
felinidad del segundo.
En el territorio ocupado por el virrei-
nato del Río de la Plata se agrupaba un
pueblo productor, ganadero por excelencia,
pero cuya organización económica y costum-
bres sociales íbanse, naturalmente, amoldan-
do á las introducidas por el español. Un
día sintióse fuerte, capaz de bastarse á sí
mismo y entonces sin pretender cambiar de
hábitos quiso no tener tutela, es decir eman-
ciparse del poder explotador. Una coyun-
tura histórica le favoreció. El tutor atacado
-19-
constreñido por un enemigo audaz, necesita-
ba de su más grande esfuerzo para resis-
tirle. Y habló la astucia; el criollo desplegó
su bandera, hizo un nuevo símbolo con dife-
rentes colores y se lanzó á la guerra.
Vino ésta con todos sus horrores. El espa-
ñol residente, empecinado en sostener su
dominación, llevó al extremo su actitud in-
transigente y la lucha adquirió los contor-
nos de las tragedias más luctuosas de la
historia. Fué la noche de América.
II
Como no ha}^ noches eternas, aquella no-
che también precursó una aurora, más ó
menos luciente pero aurora al fin.
Se luchaba á muerte y del choque bravio
surgían chispas, raudas algunas, otras como
-20-
estrellas, astros errantes y sangrientos que
cruzaban el cielo de América dejando este-
las rojas. La sangre fecundaba los campos.
Con la sangre la idea.
En el alto de una batalla cayó prisionero
del español implacable un oficial criollo.
Grande y hermoso, ojos serenos, aire deci-
dido, tanto que, al andar, parecía ir excla-
mando: conmigo va el pensamiento.
Al anochecer el rebelde fué interrogado.
— ¿En nombre de qué fe, de q ué esperanza
de qué luz, de qué fuego, los nativos locos
se habían entregado á aquella lucha sin
cuartel, ni otra recompensa que el deshonor,
el vilipendio ó la muerte? ¿Y él, en particu-
lar, porqué? ¿Era acaso hombre de fortuna?
¿Algún estanciero rico? Porque la guerra la
hacían ellos, es decir los industriales comer-
ciantes, ambiciosos de resistir á la gabela
española, sin otra mira que la del mayor
lucro. Pero ¿caerían en cuenta algún día?
¿Patriotas, ellos? ¡Bah! ¡Patrañas! Especula-
dores sin conciencia que jugaban con la san-
gre del pueblo azuzando á los candidos
contra el poder invencible y legal, sublevan-
do brazos de infelices y de víctimas, ha-
-21-
ciendo á un lado toda clase de escrúpulos,
borrachos de mando y de riqueza. ¿Rebel-
des? ¿Y contra quién? ¿Conque fin? Acaso,
aun en el supuesto imposible del triunfo in-
surreccional, los levantados en armas no se
encontrarían mañana bajo una dominación
más humillante, más perjudicial, más opri-
mente?
El rebelde callaba y sonreía. Y bien, pa-
recía decir su sonrisa escudada por su silen-
cio: fusiladme de una vez y suprimid, por
estériles, todos vuestros razonamientos de
déspotas. Soy lo que veis y algo más. . . .
Evitaos el saberlo porque en tal caso ha-
bríais de fusilarme dos veces.
— ¿Un traidor acaso? ....
Una mirada, penetrante y aguda como el
acero de un sable, interrogaba á la sonrisa.
Diríase la agudeza del soldadote polizonte
estrellándose contra la serenidad del enigma.
La sonrisa continuó á flor de labio produ-
ciendo la desesperación, la ira, en el pecho del
soldadote, por cuya boca salió, atropellado y
torpe, el insulto del impotente.
El rebelde contestó el insulto con una mi-
rada en cuyos rajaos había conmiseración y
22-
desprecio, conmiseración y desprecio que ex-
presaban cómo el filo del sable acababa ele
mellarse contra el mármol del enigma.
III
El toque de atención acababa de sonaren
el campamento español donde aquella ma-^
ñaña debía ser ejecutado el oficial criollo.
El mutismo de éste no había sido quebran-
tado pese á todas las instancias hechas por
sus enemigos.
Según las más insignificantes apariencias
moriría sin hablar. Su actitud llegó á intrigar
en tal forma á sus terribles jueces que éstos
pusiéronse á cavilar seriamente sobre la cali-
dad del prisionero. La acusación primitiva
llegó á hacerse carne en la mente de algunos*
¿Porqué no? ¿No sería aquél un español pasa-
do á los sublevados? El caso era digno ele
la mayor atención. ¿Porqué no investigar
antes de tomar la última determinación? No
era lo mismo matarle como á enemigo digni-
ficándole, que exterminarlo como á traidor
execrando su memoria. . . .
Llegó á ofrecérsele la vida por una pala-
bra. Entonces el enigma se hizo más impe-
netrable. Cesó la sonrisa y el labio noble
exteriorizó la idea.
El rebelde aquel era un símbolo. Había
batallado ofreciéndose, entero, en holocausto
á un principio. El era el abanderado de la
libertad; peleaba en los campos de América
contra el poder español hoy reinante porque
ese era el obstáculo presente, la piedra in-
mediata cuyo derrumbe se hacía necesario
para que el río de agua dulce y fecunda se
esparciese en el mundo. Hoy el español,
cruel y retrógrado, empecinado en sostener
dogmas falsos, era el enemigo. Mañana lo
sería el criollo estanciero y logrero, ese á
quien se aludía con frase agresiva y mordaz.
Y bien, mañana el abanderado de la libertad
ofrecería su espada para hacerla brillar en
24
los aires siempre en nombre de su misma
fe, de su misma esperanza, de su mismo fue-
go, contra ese nuevo tirano, contra ese nuevo
déspota, contra esa nueva sombra. Esa espada
era la que, á golpes de luz, iba esculpiendo
el gran monumento cuyos brazos gigantes
amparan la vida librándola de dolores.
Le escuchaban absortos. Aquel oficial her"
moso, sonriente y sereno, de verba brillante
y fúlgida, no era un enemigo sino el enemi-
go. Encarnaba la idea.
El oficial murió esa noche. No el enemigo...
h ER/nAMOS
Se peleaba en los campos de América por
privilegios y prepotencias. Pueblos que se
decían liermanos despedazábanse en un com-
bate donde el valor rayaba en ferocidad, una
ferocidad primitiva y trágica Cuyo origen
parecía residir en algún odio secular de ra-
zas que buscaran la mutua desaparición, cuan-
do sólo era el fruto de un sentimiento estre-
cho, de un mal entendido patriotismo fo-
mentado en provecho personal por mandones
de pueblos tan ingenuos como heroicos. ¡Po-
bres pueblos lanzados en el desastre y la
hecatombe por manos ambiciosas y mentes
ciegas de tutores maniáticos ó locos!
Fué aquella la época histórica más triste,
más luctuosa, porque haya atravesado este
-26-
peclazo de mundo acabado de salir del domi-
nio de un poder europeo, tan atrasado como
cruel, para caer en las tinieblas de la barbarie
propia. ¡No importa! El temor al mañana no
debe detener nunca á los que hacen obra de
liberación. Así se avanza en las selvas de-
jando en las picadas girones de carne y sudo-
res de amargura. Las generaciones que vie-
nen aprovechan los caminos de los que al
hacerlos se desgarraron las manos. ¡Y así
siempre!
Un orgullo fanático acerca del valor perso-
nal—culto del coraje — coadyuvado por un'
sentimiento arbitrario de amor patrio — un
color, una divisa, el nombre de un caudi-
llo— animaba el espíritu de aquellos hom-
bres acabados de alentar por rachas de gloria
verdadera y pura, á cuyo influjo conquis-
tado habían unidos la libertad de América.
Se estaba en el período fatal de desequili-
brio momentáneo, proveniente de toda gran
conflagración, de todo gran movimiento so-
cial en que actúan fuertes pasiones, ideales
altos. Los hombres que, excediéndose á sí
mismos, por sobrexcitación en la lucha, han
realizado una obra de alcances gigantescos
-27-
parece como si rebajaran sus tallas, redu-
jeran sus horizontes al volver á la arena
común donde deben resolver los problemas
acabados de plantear por sus inteligencias
y por sus brazos. Fallan siempre, como si
esta tarea estuviera ya fuera de sus órbitas
de acción, encomendada á otras generacio-
nes, como si el triunfo, desquiciándolos y
realizando una evolución al revés, los hu-
biera arrancado de su centro de gravedad.
Así, empeñados en una lucha personal,
los hombres de la independencia americana,
después del gesto heroico, se destrozaban
junto con sus pueblos derramando á torren-
tes la sangre en campos estériles. . . .Fué
el caudillaje.
Algo como una especie de embriaguez de
furor y de muerte, había hecho presa en
aquellas cabezas donde persistía aún, con
caracteres siniestros, la idea del desprecio á
la vida desde el tiempo en que lucharon
por romper yugos de afuera. A la sazón
bregaban por libertarse de sus propias pa-
siones, proclamando el exterminio de sus
hermanos en sacrificios y en glorias.
-28-
En el norte de la argentina, dos caudi-
llos— almas atravesadas decían las buenas
gentes — se hallaban empeñados en una lucha
sin cuartel. Caían sus¡ secuaces entregando
impávidos sus vidas al monstruo de la gue-
rra civil, como racimos maduros á manos
del viñador.
Después de un dia de horrendo combate
les dos bandos adversos habían continuado
peleando en la noche, arcabuceándose en
valles y montes como si las sombras hubie-
ran aparecido solo para aumentar el caudal
de rencor hirviente en sus almas.
El aspecto presentado por el campo de
batalla era. desolante y terrorífico. Moribun-
dos que rugían su derrota por diez heridas,
diez bocas hechas por el acero ó el plomo,
— se peleaba hasta morir, nadie caía para
levantarse, — caballos reventados, vientres
abiertos, tripas al aire ostentando colores
de banderas entristecidas por el tiempo y
las lluvias, rostros desfigurados por el terror
ó la cólera hasta dar la impresión de cosas
de pesadilla; cuerpos rígidos conservando
aún las actitudes altivas del postrer mo-
mento á causa del hueco de piedra ó el
-29-
montículo de tierra donde por coincidencia
se refugiaron ó apoyaron como para que-
dar muertos y amenazando al vencedor; lan-
zas rotas, testigos mudos de fiereza que de-
cían de brazos nervudos y de rabias ines-
tinguibles; regueros de sangre como caminos
de carnicería, que hablaban, á los ojos de
los sobrevivientes, de destrucciones y vérti-
gos, de mundos convertidos en mataderos
por la ignorancia y la crueldad, al mismo
tiempo que de venganzas satisfechas, ya que
la muerte llega siempre colmando deseos ó
defraudando esperanzas.
Allá, abrazado á un enemigo, en un último
esfuerzo de resistencia, el trompa de órdenes
de uno de los bandos había caído al pié
de un barranco con la corneta empuñada
á guisa de sable. Los dos combatientes, rotos
sus huesos en los cantos de las piedras con
que tropezaran en su caída, yacían como
muertos cuando las estrellan comenzaron a
parpadear con más premura en el cielo,
anunciando el día. Tres horas habían pasado
desde el choque brutal y el silencio más pro-
fundo envolvía á los dos enemigos que, antes
de morir, junto con la aurora, hablaron.
-30-
— Hermano, dijo el trompa.
El soldado ensayó una contestación que
salió de sus labios, secos y ardientes, como
un silvido. Después articuló algo:
— Hermanos sí en la muerte, se
oyó clarito.
— La corneta.... ahí está.... á tu lado....
quiero tocar la diana.... mi última diana....
mira.... viene la aurora.... hermano... her-
mano.... la corneta.... mi última diana....
El otro hizo un movimiento y lanzó un
quejido. Una costilla astillada le acababa de
salir por entre la piel. Y no habló más. El
dolor le ahogaba la voz. Pero haciendo
otro esfuerzo, el supremo, empujó la corne-
ta y se quedó mirándola como diciendo:
moriré escuchándote.
— ¡Gracias, hermano!...
Y el trompa moribundo, echado de espal-
das, tomó el instrumento y entonó la diana,
su última diana, dirigiéndola al sol quenada,
un sol de apariencia extraña, de color enfer-
mizo, en cuyos rayos trémulos él creyó ver un
símbolo: en los campos de América, decía el
símbolo, no volvería á salir ese sol g]óara
-31-
alumbrar libertades si sus hijos continuaban
destruyéndose por privilegios y prepotencias.
Cuando el instrumento cayó de sus manos
sin fuerzas, el trompa dirigió su vista al
soldado: los ojos de éste se reflejaron en los
suyos. Después la sombra. Habían muerto
escudriñándose el alma.
¡Hermanos! ....
POSTRER rULGOR
Indios y gauchos alzados ocupaban la
Pampa. Perseguidos á muerte por el cristia-
no tenaz y bárbaro, civilizador y salvaje, ha-
bíanse diseminado en grupos, fuertes y ágiles,
con el fin de distraer al enemigo, obligándole
á desunirse también haciendo una guerra de
recursos, sin contar con las facilidades de
concentración y desbande inmediato con que
cada día asombraban ellos, los hijos del
cardal y las pajas bravas.
-34-
Un militar de escuela, educado en el ex-
tranjero, de donde llegara con fama de gua-
po— guerreado había contra los ejércitos de
Napoleón — acababa de formular el siguiente
postulado que en otra boca hubiera parecido
ridículo por lo temerario y audaz:
— Mil doscientos hombres reclutados en las
ciudades, armados según mis indicaciones,
instruidos bajo mis órdenes y comprometido
quedo á limpiar la pampa de foragidos.
Excusado sería decir que tan resuelta afir-
mación hecha por tan respetable espada, fué
atendida sin pérdida de tiempo y que meses
después la llanura temblaba estremecida por
la marcha de un soberbio regimiento de caba-
llería que si en su activo de gloria no contaba
el hecho de haber peleado contra Napoleón,
educádose había de acuerdo con la disciplina
de los valientes que le resistieran.
Días hacía que la presencia de un caudillo
gaucho molestaba á los inquietos vecinos de
uno de los más importantes núcleos de pobla-
ción del sur de Buenos Aires, cuando se anun-
ció la llegada del famoso militar al frente
del flamante regimiento.
— ¡Por fin! Y la tranquilidad fué en el
-35-
villorrio. Los vecinos no tendrían ya qué
temer. Seguros estaban bajo el brillo de las
nuevas armas, providencia de tristes, amparo
de cobardes, palio de vírgenes, custodia de
infantes....
Cuando el regimiento acampó cerca del
pueblo, el regocijo no tuvo límites. Se le
agasajó en todas formas haciéndose votos
muy serios en favor de su triunfo completo
contra la indiada insurrecta é insolente que
no permitía realizar su obra á los civilizado-
res. Estos, por otra parte, no pretendían sino
la extinción de los indios y la de sus defenso-
res, la esclavitud de sus mujeres y el secues-
tro de sus hijos. Como se ve, poca cosa á la
verdad si se tiene en cuenta el fin progresista
que les guiaba....
Pero el indio, por intuición ó por experien-
cia, comprendiendo el fin no se rendía. Muer-
to ó libre había dicho y blandía su lanza como
un desesperado frente al abismo. De todas
maneras muerte por muerte moriría matan-
do, vengándose del cristiano civilizador y
salvaje.
-36-
Un día de descanso y el regimiento se puso
en marcha, rumbo al sitio donde la indiada
y el gauchaje alzado acampaban. Ya verían
estos, quienes eran los soldados que la severa
disciplina europea educara. Contra ellos nada
podrían la astucia gaucha, ni la ferocidad
querandí. El ínclito jefe, poniendo en ejecu-
ción tácticas modernas aprendidas en luchas
dignas de lauros y consagraciones — desbara-
tado fué con ellas el plan de un insolente
invasor de pueblos — decidido había la suerte
de los habitantes pampeanos, los terribles
foragidos cuya actitud rebelde detenía la
obra de los civilizadores bárbaros.
Todo insometible es un foragido juzgado
con el criterio del dominador. Así el militar
ínclito, al frente de su regimiento en tren de
asolar la Pampa, ocupaba, en relación al indí-
gena rebelde, el sitio que Napoleón ante los
pueblos que pretendiera atar al carro de sus
victorias. El ínclito militar no pensaba que
el presente invasor de la Pampa fué ayer
foragido en Europa resistiendo á la espada
de otro invasor.
-s:
u
Era el amanecer. Había seca y ya el sol
quemaba. El flamante regimiento hendía los
campos en aquel día de Enero, ebrio de glo-
rias prematuras. Iba á estrenarse combatien-
do á un enemigo considerado fuerte basta
entonces sólo porque eran débiles, muy débi-
les las fuerzas lanzadas en su persecución.
Después de tres horas de marcha hizo alto en
una hondonada y destacó una comisión para
que interrogara desde la loma. Estaban fren-
te á frente de la columna gaucha.
Al rato la comisión regresaba trayendo
nuevas. La columna se ponía en movimiento
camino del Sur. Se retiraba al fondo del de-
sierto á paso lento como de paseo solemne.
¿Qué hacer? Se ordenó el avance y poco
después el regimiento coronó la loma desde
-38-
donde lucieron al aire y brillaron al sol los
blancos de los sables y los amarillos oro de
los galones.
La columna gaucha estaba todavía á tiro
de fusil cuando volvió á hacer alto.
— ¡Paso de carga!
Y el regimiento, como un solo cuerpo,
avanzó hacia la columna haciendo los pri-
meros disparos.
Entonces pudo verse el prodigio. Como
por encanto ó movidos por un resorte la in-
diada y el gauchaje en dispersión desapare-
cieron de la vista del regimiento, cuyo jefe
no sabiendo para que punto seguir avan-
zando hizo detener la marcha.
En minutos, en segundos, el enemigo ha-
bíase disuelto. ¡Yaya un caso!
Perdíase aun en conjeturas el jefe del regi-
miento urbano dirigiendo sus anteojos en
todas direcciones tras la silueta de los últi-
mos centauros en fuga, cuando allá, coro-
nando otra loma, vio un grupo que por mo-
mentos iba ensanchándose. Se diría que la
Pampa florecía en rebeldes.
— ¡Más enemigos! pensó.
-39-
Y, ardiendo en deseos de encontrarles, dio
la voz de avance hacia la loma.
Ya cerca de esta quedó de nuevo asom-
brado. Sobre ella — arte de magia — la colum-
na gaucha, rehecha sin que faltara un solo
jinete, recomenzaba al paso su retirada so-
lemne.
*
La persecución duró dos días sin conse-
guir hacerle destrozos al enemigo, quien,
más de una vez, llegó á ponerse á tiro del
regimiento braveando bajo los disparos de
las tercerolas de su vanguardia.
Al atardecer del segundo día, locos de sed
y de cansancio, algunos soldados del regi-
miento rindieron sus armas y sus bríos al sol
que los dardeaba cruelmente. Hubo rezaga-
dos. No podían más. Diez veces el flamante
regimiento estuvo sobre la columna y diez
veces ésta, desbandada ante su vista, habíase
rehecho á la distancia como invitándolo á
un nuevo persegimiento.
-40-
Una hora haría que ambos enemigos mar-
chaban por entre un pajonal. La fiebre que
sostuviera hasta entonces á los soldados ha-
bíales ofuscado al extremo de no darles con-
ciencia del peligro. Si alguien pensó en una
emboscada en realidad no la temió, tanto era
el deseo de encontrar un obstáculo de verdad
que alterara la monotonía de aquella perse-
cución á un fantasma.
Momentos artes un baquearo había soste-
nido con el jefe un diálogo significativo.
— ¿Adonde estamos?
— En el pajonal grande, al sur del Que-
quen.
Y el baqueano, como si el dolor común le
diera una confianza desconocida hasta ese
instante, agregó en tono de camarada:
— Aquí á de haber indiada escondida.
Sería mejor hacerse á un lao y aguaitar.
Y esta fué la única vez de alarma, el solo
aviso previsor, la nota exclusiva de pruden-
cia, dada entre aquellos hombres ansiosos de
un combate reparador que diera término á
una situación más inquieta y desesperante
aún que el choque cuerpo á cuerpo con el
enemigo.
-41-
El jefe no oyó al baqueano y el regimien-
to continuó su marcha avanzando en el mis-
terio del pajonal grande.
III
La seca en el campo es como un prólogo
de la muerte. Habla de cosas que se extin-
guen, de agonías lentas, de dolores gañien-
tes. El espíritu, contagiado por la tristeza
de la tierra, siéntese doblegar también como
los tallos de las plantas sedientas que van á
morir.
El mar agitado impone, sereno emociona,
la montaña da sensaciones de vértigo; el mon-
te, de frescura ó de miedo; la Pampa seca
reduce, empequeñece, agobia. El gaucho es
triste quizá sólo porque no ha podido ven-
cer á la seca. El gaucho es triste porque
ha visto muchas veces morir sus ganados
42-
— su fuente directa de vida — en pampas de
luto donde se ha dejado después él mismo
aniquilar lenta, desgarradoramente.
En aquel día de Enero en que un regi-
miento de soldados, equiparado á la moder-
na, perseguía el exterminio del habitante
indígena de la Pampa, se hacía sentir la
seca en una forma casi trágica.
El campo se arrugaba, resquebrajándose
á simple vista bajo los rayos de un sol furio-
so. La sabandija, como en atolondramiento
de locura, saltaba desesperada. La mosca
brava, el mosquito y el tábano, esgrimían sus
dardos y aguijones contra las pobres carnes
de hombres y de bestias. El dolor estaba en
el aire caliente que soplaba como si acabara
de atravesar por el vientre de un horno
gigantesco; en la luz, arrojada por el astro
formidable como en son de amenaza, con
gesto de cólera y en el suelo, dentro del car-
dal fustigante cuyas espinas diríase aguzadas
por el calor. Todo ardía en crispamientos
de desesperación y angustia. ¡En tanto el
hombre sólo pensaba en exterminar al hom-
bre!
•43-
TV
— ¡Baqueano Ramírez! gritó de pronto el
jefe, haciendo nacer alto ante la indiada y
el gauchaje que huían.
— ¡Ordene, mi jefe!
— Como Vd. ve la columna se dispersa de
nuevo. ¿Dónele cree Yd. que podrá rehacer-
se esta vez?
— ¿Quiere que le hable con franqueza?
—Diga Yd.
— Bueno. La persecución ha concluido, mi
jefe. Si aquí no hay indios es porque éstos
van á prenderle fuego á los pastos.
El baqueano era gaucho también y sabía
de estas cosas.
— ¿Usted cree?
— Que si es así van á quemarnos vivos.
— ¡Hay que ordenar retirada, entonces!
— Será inútil, mi jefe.
-44-
— ¿Por qué?
— Estamos en el centro mismo del pajonal.
Pa cualquier lao que agarremos tenemos
más de dos leguas.
— ¿Y Yd. si presentía el hecho porque no
ha avisado con tiempo?
El baqueano hizo un ademán extraño que
quería decir: Cualquiera le hacía adverten-
cias á este jefe, de aspecto extranjero, con
más ínfulas que un emperador. El no avisó
porque la disciplina le impedía hacer oir su .
voz. Por otra parte algo había hablado sin
que le hicieran caso. ¡Si se hubieran hecho á
un lao como él dijo! Ahora era tarde.
Un momento después comenzaba á sen-
tirse olor á humo.
El pajonal, adonde el caudillo gaucho con
astucia felina había conducido al regimien-
to, acababa de ser incendiado por los cuatro
costados. El incendio avanzaba en círculo
hacia el centro.
-J5-
— ¿Para dónde irán los indios?
— Para el sur, mi jefe.
— ¡Para el sur, entonces? — exclamó el jefe
con gesto heroico.
— ¡Cara al fuego, muchachos! — dijo el ba-
queano castigando el flete y perdiéndose en
la espesura.
Fué la señal, el sálvese quien pueda en
forma más hermosa. Los esfuerzos del jefe
y sus oficiales resultaron inútiles para con-
servar la disciplina frente á la muerte.
Galopando ya entre llamas los soldados
del flamante regimiento iniciaron la disper-
sión, una dispersión desesperada y única.
Al principio parecieron salamandras mo-
dernas atravesando líneas de fuego, sin ver
ni sentir el efecto de éste en las carnes.
Después, calentadas las ropas, se colorearon
los rostros y las manos; de pronto las rachas
de viento ya no producían alivio porque
parecían arder también, aún en los sitios
ralos de pasto, donde el incendio no pren-
día. Algunos caballos sintieron la asfixia
antes que los jinetes y cayeron rendidos,
muertos de pie, después de dar generosos á
sus ginetes, al par del último latigazo, el
-46-
último aliento de vida; olor de chamusquina
espesó el ambiente y todo fué desorden,
gritería y horror.
La Pampa en llamas, sirviendo de tumba
al regimiento, simbolizó en aquel atardecer
trágico el triunfo momentáneo de la astucia
gaucha sobre la fuerza disciplinada del
cristiano civilizador y bárbaro.
GRITOS MU EVOS
En aquella tarde de Enero, cálida hasta
el bochorno, mientras en la sala lujosa del
cuartel se desarrollaba una partida de nai"
pes, en un rincón de la cuadra el grupo
conspirador de soldados había resuelto el
punto.
¡Y en qué forma! Si la oficialidad iba al
motín, á la revolución como la llamaban,
ell0s, los veteranos de cien combates, los
-48-
eternos manejados, carne sangrienta siem-
pre, cosa, instrumento ciego hasta hoy, se
erguirían, por fin, reclamando su puesto de
hombres haciendo fuego contra la oficiali-
dad. Y ahora silencio, mutismo de muerte
hasta el momento trágico. ¡Ya verían en-
tonces quienes eran los pobres soldados,
máquinas que no sabían otra cosa que obe-
decer á la orden, al capricho ó á la absur-
didad de los jefes, según todos!
Por otra parte ya estaban escarmentados*
¿Se había acaso nunca tenido en cuenta
sus opiniones al comprometerse? La oficia-
lidad decía sí y basta. Después, en una no-
che triste, en silencio, como á los muertos,
se les sacaba del cuartel y al combate. Al
que no marchaba, ya se sabía, el más gua-
po de los jefes lo daba vuelta de un sabla-
zo y asunto concluido. Pasaban sobre el ca-
dáver que servía de escarmiento y el hecho
no volvía á producirse. — ¡Pero esta vez!....
Que los gobiernos eran malos ¿quién lo
ignoraba? Sí, eso no tenía discusión; todos
eran malos; ellos, los eternos manejados, lo
sabían mejor que nadie. Pero entonces ¿pa-
ra qué cambiarlos? Al fin y al cabo venían
-49-
los otros, el nuevo gobierno, y el dolor con-
tinuaba pegado á la herida.
La verdad era que el sargento Pereyra
les había abierto los ojos. Un día les había
echado casi un discurso. Y después, auno
por uno, los fué convenciendo. El sargento
les decía:
— Esta vez no nos resignaremos mucha-
chos. Quieren llevarnos pa cuerearnos como
á carneros. Y todo para poner otro presi-
dente. No les demos el gusto. Cuentan con
nosotros sin decirnos nada. Cuando tenga-
mos que hablar hagámoslo con la boca de
los fusiles y las lenguas de fuego contra
ellos. Así aprenderán á respetarnos.
Y en ese «aprenderán á respetarnos», di-
cho con fuerza, había tanta resolución que?
después de escuchado, no era dable dudar
de la suerte de los oficiales: la frase cons-
tituía sus sentencias inapelables de muerte.
-50-
II
El cuartel estaba situado cerca de un im-
portante puerto de la República, en cuyas
tareas de carga y descarga se ocupaban
más de mil seiscientos hombres. Era época
de reivindicaciones obreras y, en más de una
ocasión, las tropas habían sido solicitadas del
puerto con urgencia para sofocar lo que se
había dado en llamar revueltas de la chusma.
La chusma obrera erguíase, brava, contra
la capitalista, quien alarmada ante el magno
peligro de perder parte de sus ganancias
echó mano de todos los recursos llegando
en su desesperación á buscar^ amparo bajo
los cañones y los sables confiados á los defen-
sores de la nación y cedidos para el caso por
un gobierno complaciente. No causó, pues;
—51-
extrañeza entre los soldados la noticia llega-
da esa noche.
Los obreros del puerto habíanse, nueva-
mente, declarado en huelga y para sofocar
á ésta se pedía ayuda á las tropas desta-
cadas en las cercanías. Y los pobres crio-
llos, ofuscados ante el deseo de peliar contra
los gringos que perjudicaban al país con sus
batuques, según la expresión del comandante
del regimiento, no meditaron un solo ins-
tante pareciéndoles muy largo el tiempo des-
tinado al alistamiento de armas y útiles de
campaña.
A las dos de la mañana estaban en dispo.
sición de marcha y en condiciones de entrar
en combate contra todas las dinamitas obre-
ras habidas y por haber. Si querían los jefes
ya verían los gringos quienes eran ellos, los
soldados pampas hechos á todos los dolores,
aptos para todos los sacrificios. Si se les de-
jaba eran capaces de acabar para siempre
con las huelgas, porque en su oscura men-
talidad pensaban acabar con la enfermedad
acabando con el enfermo.
Sin saberse el motivo en las filas hasta dos
horas más tarde, cuatro de la mañana, no
-52—
se dio la orden de marcha y con el asombro
consiguiente no fué ésta en dirección al
puerto sino á la estación del ferrocarril que
quedaba á la izquierda.
¿Qué significaba aquello?
Por la mente de los soldados cruzó, veloz,
la idea del engaño. Pero una vez más la
disciplina los contuvo y al toque de corneta
obedecieron.
Bajo la aurora allá van las tropas, má-
quinas de muerte, á través de la Pampa cuyos
colores claros se confunden con los brines
grises de los trajes. Al rato las bayonetas
brillan reverberando á un sol que amenaza
ser de fuego. Ni un rumor turba el monó-
tono paso de los hombres armados y sin que
un principio de cansancio asome á sus ojos,
antes de una hora hacen alto al pió mismo
de la estación ferrocarrilera con los pies
frescos por el rocío de la noche acumulado
en los pastos y la cabeza caliente por los
primeros rayos del sol concentrados en sus
kepíes.
En la estación les esperan con malas noti-
cias los miembros de la junta revolucionaria
de la localidad. Los telegramas llegados
-53-
hasta esa hora hacen presumir el fracaso del
movimiento en la capital, foco principal de
éste.
Los oficiales sublevados se consultan. ¿Qué
hacer frente al fracaso? Había que esperar la
certidumbre. De todas maneras estaban per-
didos. No podían volver atrás. Era inútil
por cuanto la sublevación se había produ-
cido y, tarde ó temprano, tenía que ser cono-
cida. Cuando llegaran informes condimentes
ya resolverían. Algunos opinaban que debía
jugarse el todo por el todo: marchar contra
la capital, levantando gente en la marcha y
allí caer como hombres si era necesario sacri-
ficándose por la causa. La opinión no pare-
cía mu}^ arraigada j)ero fué echada al viento
y recogida sin eco, naturalmente.
Después se habló en frases cortas y ner-
viosas que atravesaban el aire, éstas como
flechas con puntas preñadas de veneno — la
ira, la fiebre producida por la derrota pre-
matura — aquellas tristes, quejumbrosas,
ebrias de amarga decepción — esperanzas de
glorias frustradas al nacer, laureles cortados
al ras apenas erguidos sobre la tierra — otras
agrias, rispidas como silviclos de víbora,
-54—
decían de despecho, de encono, de negras pa-
siones estallando, impotentes, en pechos de
bronce: tal cual, resignada, casi doliente,
salida con gesto indescifrable por boca rugo-
sa, rompía el áspero concierto evocando una
vida inútil, sin voluntad, empujada siempre
por el azar y golpeada por el dolor.
En tanto entre la tropa corría el terrible
murmullo: nos han engañado y, ahora, querrán
vendernos. Y una voz poderosa, formidable?
inspiradora de venganzas, rugíales cosas trá-
gicas.
¿Así se hacían revoluciones que no revolu-
cionaban nada? ¿Así se jugaba con ellos, con
su sangre, con sus destinos, con sus vidas,
arrojándolos al estercolero ó á la muerte sin
un escrúpulo, sin un remordimiento? Pues
bien, ahora verían lo que ellos significaban?
lo que ellos valían, lo que eran capaces de
realizar. ¿Salvajes? ¿Y los otros? Los que los
arreaban como animales sólo útiles para dar
su sangre como si se tratara de un simple
negocio de carnicería? ¿Con qué sí? ¿Instru-
mentos ellos? Ya estaba dicho: lo serían pero
de sí mismos. En esa forma aprenderían á
respetarlos
-55-
III
Los miembros de la junta revolucionaria
habíanse dado cuenta del estado de ánimo
de las tropas y, en consecuencia, propuesto á
la oficialidad una huida decorosa. Quedarse
implicaba el desafío á la muerte, un desafío
á pura pérdida. Ellos, en el momento opor-
tuno, harían entrega de la tropa cargando
con la parte de responsabilidad correspon-
diente en el desastre. El tren, listo para
partir, había levantado vapor y sólo espera-
ba la señal del presidente de la junta para
ponerse en camino.
Aceptado el procedimiento los oficiales
resolviéronse á ponerlo en práctica sin pér-
dida de tiempo.
-56-
— ¡Se van los guajDos! — gritó de pronto el
sargento Pereyra al ver saltar al tren con
agilidades felinas al primer oficial.
¡A las armas, muchachos! ¡Preparen!
El tren arrancaba, pesado pero seguro,
cuando sonó la primer descarga dirigida por
el terrible sargento. Los pasajeros se arquea-
ron sobre los asientos y echáronse de barriga
en el suelo para dejar, por si acaso, libre
de carne humana el camino de los proyecti-
les. Después el convoy empezó á perderse
en la Pampa. La oficialidad estaba en salvo.
—¡Malaya el destino! ¿Y ahora?
La voz del sargento se alzaba dominando
la escena.
En el andén de la estación el grupo for-
mado por los miembros de la junta revolu-
cionaria parecía una mancha, una sombra
fijada, detenida allí en el mismo centro,
diríase en conglomeración de espanto.
— ¡Fuego á la junta! — atronó el sargento
apuntando á la sombra con el cañón del
mauser.
— ¡Fuego! ¡Fuego! — contestó la montonera
llenando el espacio con el alarido.
-57-
Y la sombra, silenciosamente, comenzó á
deshacerse en cadáveres. . . .
Sin un gemido, sin un lamento — el plomo,
diligente, sofocaba hasta el sollozo — caían
fulminadas aquellas energías, existencias pre-
ciosas, juventudes lucientes, víctimas aunque
culpables también ellas del salvajismo de una
época.
Salvaje
LA PEMDEMCIfl
Iba loco marchando entre los pastos, al-
tos como montes; y en el rostro, como un
castigo, sentía el azote de las pajas bravas.
Cruzaba el matorral rumbo al poblado
en busca de aguardiente y de pendencia.
En la frente el ceño fiero, en los ojos la
mirada torva y en lo interior, hinchando
el nervio y el músculo, la levadura salvaje
de la raza.
-62-
El viento, que soplaba del norte, empu-
jábale con sus efluvios cálidos, de fuego; el
sol cruel, terrible, le hería las anchas es-
paldas con sus mil dardos ígneos; y el am-
biente, todo, parecía azuzarlo, espolearlo?
precipitarlo hacia la lucha violenta, hacia
el choque rudo, hacia el encuentro brutal,
hacia la expansión primitiva de las fuerzas
combativas, latentes en nuestra naturaleza.
— ¡Aquí! dijo de pronto el gaucho, recogió
con brazo hercúleo la rienda de piel tren-
zada y paró de golpe el pingo frente mis-
mo de La Esperanza, el más fuerte y res-
petado almacén de la colonia.
Echar pie á tierra, atar la cabalgadura y
presentarse como un fantasma en la tras-
tienda reservada, fué todo obra de un ins-
tante.
Era día de fiesta y allí, sentados amable-
mente, charlando y bebiendo cerveza em-
botellada se encontraba un grupo de veci-
nos, hombres caracterizados de la comarca,
judíos agricultores en su totalidad que des-
cansaban de las rudas tareas semanales.
— ¡Cañe jo! ¡Y por tan poco! En tuavia es
temprano pá asustarse, exclamó en su jerga
-63-
pintoresca el recién venido al contemplar el
asombro délos circunstantes; y los ojos del
gaucho relampaguearon en la semioscuri-
dad de la estancia, con resplandores extra-
ños que tuvieron la virtud de poner en sobre
aviso á los plácidos parroquianos.
Tomó el importuno un banco y junto á
una pequeña mesa, la única visible fuera de
la en que bebían los judíos, ocupó su sitio.
Golpeó fuerte después con el cabo del re-
benque y esperó al mozo.
— Déme de esa misma bebida. ¡Una bo-
teya pá mi sólo! ¿Oye?...
Volvió el mozo con una mala noticia. En
la casa no había más cerveza. Así decía el
patrón ...
— Bueno, no importa, mire: sírvame de
esa, no más. Y señaló el gaucho, con el re-
benque, la botella á medio vaciar erguida
con altivez sobre la mesa grande. Los judíos
se miraron sin decir palabra.
El mozo, muchacho extranjero también y
bastante tímido, no se atrevía ni á desobe-
decer al gaucho que había entrado preten-
diendo imponerse, ni á faltar el respeto á
-64-
los clientes conocidos. Al ver su indecisión
el gaucho tuvo un arranque.
— ¡Sirva, le digo! ¡0 de no!...
El muchacho asustado tomó la puerta.
En tanto los judíos habían vuelto á mi-
rarse y continuaban mudos, formando en
medio de la sala, algo así como una grande,
enorme interrogación.
— ¡Canejo! dijo el gaucho levantándose con
cierta majestad compadrona que le daba
todo el aire de un dominador campestre, de
un Mefistófeles pampeano. — ¡A ver, gringos!
agregó ¿por qué no invitan? ¡O van solos á
tomarse todo el jagüel! Dejen un trago pá el
gaucho pobre.... Y se acercó á la mesa. Al-
guien se atrevió á contradecirle, muy débil-
mente, por cierto, tratando de poner término
á la insolencia.
Iba á hablar de nuevo el gaucho cuando
apareció el patrón.
— Haga el servicio de retirarse, será, mejor
para todos, dijo razonablemente el dueño
de casa.
— Con usted no es el asunto, amigo, replicó
el gaucho. ¡Hágase á un lao y no embrome!
-65—
Estos señores me han invitan y eso es todo;
agregó socarrón amenté.
Con la llegada del patrón los judíos habían
cobrado corage y se pusieron de acuerdo,
hablando en su idioma, para deshacerse, en
cualquier forma, del pendenciero. Por lo que
pudiera acontecer uno de ellos tenía revólver.
Y si era necesario se emplearía. La resolu-
ción, como se vé, estaba á la altura de las
circunstancias y, lógicamente, no podía ser
otra.
Entre tanto el gaucho había tomado la bo-
tella y con una flema única se servía un
vaso que empuñó á guisa de bandera. El se
consideraba ya en campo conquistado.
El más quisquilloso de los judíos retiró la
botella y se le enfrentó decididamente al gau-
cho apostrofándole por su actitud. El salvaje
no esperó más.
— ¡Toma eso! Y le arrojó, entero, al rostro
el líquido servido. Entonces los com-
pañeros se irguieron, rápidos, como tocados
por un resorte eléctrico y trataron de echár-
sele encima al gaucho. Pero éste, como una
luz, se les escurrió de las manos y, de un
salto, corrióse hasta la pared, escudándose;
-66-
sacó, rápido, el arma filosa y atropello al gru-
po que tuvo que replegarse hacia el fondo.
Sonó un tiro, el gaucho pareció vacilar un
momento; enseguida, con mirada de águila
de animal de presa, escudriñó al enemigo y
cayó, daga en mano, sobre el judío armado.
Después un gemido, el ¡ay! del moribundo,
un cuerpo que cae, el desbande del grupo
ganando, aterrorizado, la puerta de salida y,
por fin, la figura del gaucho, dueño del cam-
po ya, destacándose terrible, limpiando sobre
el cuerpo del vencido la hoja del acero en-
sangrentada.
— ¡Aura sí! dijo; tomaré solo.... Y alli, al
pie del sacrificado, empinó la botella que,
milagrosamente, había quedado parada en
medio del estrago.
Minutos después abandonaba el gaucho La
Esperanza y, á galope corto, emprendía, tran-
quilo, el viaje rumbo al nido de la prenda.
- <}/
II
En el rancho.
— Me voy del pago y para siempre. Esta
no me la perdonan, china. Tené paciencia.
Puede ser que alguna vez volvamos á encon-
trarnos. Cuidálo al nene. Dame un beso y
cébame un mate. El último; el de despedida.
En cuanto oscuresca. y esto será pronto, me
pongo en camino.
— Te has perdido. Juan; y por .tú culpa.
Pero yo te esperaré hasta la muerte. ¡Te
lo juro!
Esta escena tierna, que no debe asombrar
á nadie por cuanto también los tigres saben
acariciarse, se prolongó hasta que las som-
bras comenzaron á aparecer en la altura.
-68-
— Que la suerte te ayude, Juan.
— Adiós, prenda.
Estaban en la puerta del rancho cuando
se oyó, afuera, el relincho del moro atado
corto adentro del patio. En seguida ladraron
los perros.
—No te asustes, china. Será mi compadre
Martín. Déjame asomar.
La pobre mujer temblaba presintiendo
cesas negras. Si fuera su compadre los pe-
rros se habrían callado. En cambio ladra-
ban desesperadamente.
Cuando el gaucho se asomó á la puerta
quedó como clavado en ella. Nunca había
tenido miedo. Pero ahora ¡No! No fué
miedo lo que sintió, en verdad. Es que se
acababa de ver muerto y con él la prenda
y el hijo. En la puerta del rancho había más
de cien hombres armados. Eran los judíos,
todos los judíos de la comarca. ¡Los venga-
dores! ¡Ah, guapos! ¡Un batallón, un ejército
para él solo! Rujian. Las fieras venían á ma-
tar á la fiera. Entonces tuvo el rasgo su-
premo.
— Anda con el chico voz y déjame salir
solo.
— b9—
— ¡Quédate, Juan! ¡No salgas! ¡No quiero!
— Si no salgo harán fuego contra el ran-
-cho. ¡Salva al chico!
En esto una bala de winchester atravesó
el rancho.
— ¡Me van á matar el chico; y á vos tam-
bién!
La situación no podía prolongarse.
— ¡Agáchate y salí por este costado! Y la
^arrastró á la mujer.
El gaucho había calculado todo con pre-
cisión admirable. Aparecer de pronto, hacer
fuego primero y, aprovechando]el tumulto,
correr hacia el caballo. ¿Podia aún salvar-
se? . . . ¡El. no! La prenda y el hijo, sí.
III
Transformado en héroe, pues, el gaucho
acababa de aparecer en la puerta del ran-
cho. Cien cañones de muerte apuntaron á su
70-
pecho. La prenda salió, arrastrándose, con
el chico en brazos, empujada por la volun-
tad férrea del compañero hacia el costado
izquierdo. En tanto él daba un brinco de
acróbata en opuesto sentido, pretendiendo
descargar su viejo trabuco lleno de recorta-
dos hasta la boca. La ceba, húmeda quizá,
ó enmohecida, no estalló esta vez, amino-
rando así la figura del gaucho que, entre el
fogonazo, hubiera surgido circundada por
líneas de fuego, grande, soberbia, heroica*
en medio de la noche trágica cuyas prime-
ras sombras escondían el dolor y la muerte.
. — ¡A mí cobard !
No dijo más. Allí, á diez pasos del moro,
que, asustado esperaba, el cuerpo del dueí.o
había caído atravesado por una treintena ele
balas certeras.
Y mientras la descarga formidable hacía
estremecer el corazón de la pampa, sofocaba
el estruendo el lamento de una madre y el
vagido de un niño huyendo, sombras dolien-
tes, en fuga desesperada, del furor de los
hombres.
EL ENEMIGO,
El dia era hermoso. Tranquilo, suave,
transparente, fúlgido. Dia de primavera.
Los campos parecían dormir como aletar-
gados en una embriaguez deliciosa. Se di-
ría que el amor y la voluptuosidad brinda-
ban, de consuno, en la copa dorada del
triunfo, el himno grandioso, solemne y se-
renamente radiante de la vida. ¡Oh, luz!
Todo esplendía. La pampa. floreciente,,
crepitaba bajo la caricia fecundante del
gran sol. centro del universo que dijera el
anciano maestro en clausula tan imperece-
dera como su nombre.
Loca de espasmos la naturaleza toda da-
ba á los vientos el lamento, la queja, el
grito del eterno parto, de la eterna transfor-
mación, de la perpetua mudanza. Era la
aurora-
Alegres, con el músculo fuerte y el cerebro
en ebullición continua, cruzábamos un pe-
dazo del jardin porteño totalmente cubierto
por silvestres flores, sobre cuyas hojas tem-
blaban, lucientes, las gotas del roció noctur-
nal. Todo parecía empapado de agua, luz y
color.
Bella era la vida en medio de aquella
gloria, de aquella palpitación, de aquel bre-
gar sin tregua, en que los elementos todcsr
— fusión de átomos — presentaban el espec-
táculo de la gestación del mundo á simple
vista de ojo.
¡Qué ansias ele gustar cosas y sensaciones-
nuevas! ¡Qué deseo de sentir el hálito de las
fecundaciones perennes invadiendo nuestros-
73-
pechos. infiltrándose en nuestra sangre, inun-
dando el cauce vivo de nuestra existencia!
Sobre una loma cercana un grupo. Doce
•ó catorce hombres, ginetes todos en gordos
pingos de campo.
— Caso extraño, dice mi compañero, un
criollo de pura cepa — sangre de andaluz
y de querandi — tanta gente por este lado,
Á estas horas y todos juntos.
— Acerquemosnos.
Y, de un galope, estábamos sobre la loma.
— ¡Salud, compadre!
— ¿Que pasa?
— ¿No sabe!
Y escuchamos, por boca del gaucho más
Jadino del grupo, el tremendo drama.
74—
II
La tarde anterior, ebrio y loco, el gaucho
Ferreyra habia llegado á casa del colono
Straus, el viejo colono honra y orgullo de
la comarca.
Maria, la más rubia y la más linda de
las bijas del colono, salió á recibirle en el
palenque.
Desmontado el gaucho acondicionó su
cabalgadura y, mientras ataba corto al pan-
garé oscuro, el más conocido, délos fletes
del pago, miraba á la muchacha con ojos
llenos de codicia trágica.
—Vengo á buscarla, rubia... porque quiero
que sea mia ¿sabe?...
Y le tiró un manotón ele bruto que la mu-
chacha esquivó, ágil, huyendo, despavorida,,
en dirección á las casas.
Avanzó -el -gaucho arrastrando el poncho
y el rebenque, prendas ambas que llevaba
como colgadas en la mano izquierda y, al
enfrentar á la puerta del comedor de la
modesta vivienda, exclamó sin quitar los
ojos del cuerpo hermoso de María que tra-
taba, á toda costa, de esconderse detras de
las polleras maternales:
— ¡Ahijuna! ¡No te has dir lejos aunque te
defienda el gringo!
Y los ojos del gaucho continuaban brillan-
do llenos de codicia trágica.
Su frase era una frase de enojo. Se diría
que hablaba, no á una mujer á quien se de-
sea, sino á un enemigo á quien se odia.
¡Y María era su enemigo: el enemigo!...
La madre, leona herida en su orgullo y en
su carne, se paró, bravia, ante el gaucho in-
solente.
— Mire Doña, pa mi todo es igual: vengo
resuelto. ¡Me da la hija ó los mato á todos!
La leona se vio impotente. Estaba sola en
la casa con las hijas. ¿Qué hacer? Sin em-
bargo ensayó un golpe de astucia pero sin
resultado. Y al verse perdida quiso morir
resistiendo.
-76-
La casa entonces fue inundada de sangre
y el gauchoj hizo suyo á un cadáver. ¡La
pobre rubia! El enemigo...
El relato terrible acababa E, de dejarnos
mudos.
— ¡Qué horror! dijo al rato alguien.
Otro esclamó:
— ¡El gaucho Ferreyra! ¡No puede ser! Si.
es un buen hombre... yo le conozco... Y ter-
minó, balbuceando, como abismándose en su.
terror: no puede! no puede!...
Un indignado, impulsivo, rugió:
— ¡Debe morir!
Entretanto yo trataba de hacer el pro-
ceso de aquel estallido bárbaro y primitivo
de calor sensual y sangriento, que habia im~
pulsado al gaucho á aquel crimen que, para
todos los demás circunstantes, no tenía nom-
bre, emplicación ni justificativo humano po-
sible.
III
— Ese debe ser Ferreyra.
— Lo traen maneao y con grillos.
— ¡Y vienen con él como trescientos!
— ¡Pucha con los gringos guapos!
— Lo que es de esta no cuenta el cuento.
— ¡Lo debian de hacer achuras!
— ¡Oh. y ele no! Los suizos no son mancos;
ya verás vos. Van camino é la iglesia. Pa mi
que esto va á ser como en día de elesiones.
— ¿Vamos, Don?
— No hay inconveniente.
Y partimos.
-78-
Mientras galopábamos yo continuaba for-
mulando en mi cerebro el proceso de aquel
caso.
No podría fijar aqui terminantemente co-
mo llegué á explicarme la acción del gau-
cho. Sé solo que, para justificarlo, más bien
dicho para comprenderlo, evoqué, mientras
marchaba, al hombre rudo de las cavernas
apoderándose, violentamente, de la hembra
en la noche antigua del mundo, y que mi
ser entero — ¿porque no decirlo? — concibió-
en aquel momento, la brama, el celo, la furia,
producto de savia acumulada con esceso en
medio de aquella naturaleza salvaje, savia
ardiente y bravia que no encontró otro cau-
ce que el extraviado para derramarse, para
confundirse en la energía universal.
La fiera, el bruto, también hace suya á la
hembra matando, si es preciso, poniendo
toda clase de obstáculos á un lado. Era,
pues, aquel, un caso de regresión.
Sacóme repentinamente de mis abstrac-
ciones un grito formidable que se alzaba
19-
f rente á nosotros. Era también algo así co-
mo la exteriorizacion de la ira del hombre
antiguo de las cavernas. Era la fiera colec-
tiva que hablaba rugiendo.
Recien entonces tuve la impresión neta de
que el gaucho debía morir. Pagar el crimen...
Contra el muro izquierdo ele la iglesia,
de la mesquina casa del Dios de los cristia-
nos, allí donde los niños del pueblo jugaban
á la pelota en los hermosos dias, cuatro jo-
ver, es fornidos trataban ele sugetar al gau-
cho atándole á un garfio de hierro colo-
cado en ese sitio quien sabe por quien ni con
que objeto.
De pronto hubo un gesto de asombro en la
multitud. El gaucho, en un arranque su-
premo, rompiendo las ligaduras que destro-
zaban sus manos; dando tres saltos de gin-
nasta, á pies juntos, con grillos y todo, se
habia colocado en el centro mismo del atrio
frente al grupo feroz y armado que, en el
primer instante , sorprendido , retrocedió
compacto, como una masa que se amolela á
un movimiento ordenado.
— ¡Háganme fuego ahora, cobardes, hijos
de p...!
-80-
El desafio del gaucho tenía toda la terri-
ble y trágica desesperación del hombre que
solo desea en el supremo, inevitable minuto,
morir luchando.
Había sonado un solo tiro disparado desde
un costado del grupo. Después hízose un
momento de. silencio. ¡ Pero qué silencio!
Pretendió moverse el gaucho y cayó de ro-
dillas. Estaba herido y no hablaba. Se ayu-
dó con las manos y volvió á erguirse ante
el grupo armado.
Las dos fieras estaban frente á frente...
Entonces comenzaron á sonar, seguidas,
las descargas de los fusiles.
— ¡Juan, tira tá!
— ¡Ahora me toca á mi!
— Yo traje la escopeta vieja cargada con
municiones hasta la boca. No quiero dejarle
ni un pedazo de cuero sano. ¡Ahí va mi
parte!...
Así se expresaban las fieras del grupo.
En cuanto á la otra fiera, el gaucho, te-
nía algo de salvajemente heroico al recibir
el castigo, allí frente á la casa mesquina y
sórdida del Dios de los cristianos, — todo bon-
dad y amor...
LA TRAICIÓN
— Vea, mi jefe. En esa nubecita ele tierra
que se ve allí, le aseguro que va envuelto el
hombre. Si no me equivoco lleva el caballo
cansado y antes ele media hora caeremos
sobre él.
El milico, con el brazo derecho extendido,
señalaba allá, á gran distancia, un minúscu-
lo remolino polvoriento completamente im-
perceptible para seres no habituados á las
-82-
colosales perspectivas presentadas por nues-
tras áridas planicies.
Un estudio inconciente le había dado lo
que podríamos llamar el golpe de ojo, acla-
rándole las pupilas en cuyo fondo reflejá-
base la vida délas pampas, como las nubes
y las constelaciones en el cristal de un lago.
El que huía era un matrero. El gaucho
malo, el perseguido eterno, el levantisco, el
bravio, uno de los últimos ejemplares del
centauro armado, hoy en derrota pese á sus
astucias de zorro y á sus guapezas de león.
Hacía once horas largas que la partida de
policía, mandada por el mismo comisario,
seguía tras la huella del gaucho, con encar-
nizamiento felino. Dos veces la fuerza arma-
da habíase visto en la necesidad de cambiar
cabalgadura, á trueque de quedar entre las
breñas burlada por el flete del perseguido.
— Si no me equivoco lleva el caballo can-
sado, había dicho el milico, gaucho también
ayer pero vendido al orden, brazo derecho
hoy, guía y luz de su jefe comprometido á
llevar la cabeza del matrero para presentarla
á los amilanados vecinos ele 1^ población,
. -83-
por la integridad de cuyos intereses estaba
encargado de velar.
Más que por lo hecho, la persecución del
gaucho habíase ordenado en previsión del
futuro, de lo que pudiera realizar. Se le con-
sideraba capaz del crimen y del robo, con
superiores condiciones de dañabilidad por
sus conocimientos del pago y de sus hom-
bres. Se le temía como á nadie. La leyenda
contaba de él cosas extraordinarias, actos de
valor y de audacia en que su figura aparecía
rodeada de resplandores siniestros. No existía
hecho sangriento ni salteo célebre en que su
nombre no se hallara mezclado en alguna
forma. La fantasía suele ser fatal para estos
personajes misteriosos, creaciones, en su ma-
yor parte, de imaginaciones tan fecundas
como simples. Era éste el caso del gaucho
Ibañez, del matrero perseguido, cuya fama
había traspuesto los límites del pago para
extenderse por todos los ámbitos de la repú-
blica, llevando á ellos un eco lúgubre de
muerte.
Con la tolerancia, más, con el asentimiento ;
la autorización de la parte conservadora de
la localidad campesina, buscábásele en el de-
-84-
sierto para exterminarlo, tal á una fiera
gruñendo en los montes.
El comisario encargado de darle caza esta-
ba, según el milico guia, á punto de encon-
trarse frente á frente del gaucho, de la presa
ansiada. ¿Se habría engañado el milico? Me-
dia hora después demostraba lo contrario.
II
A cincuenta metros del gaucho había he-
cho alto la partida. El cuadro era soberbia-
mente hermoso. Pocas veces ha podido darse
una nota más vigorosa dentro de un marco
más plácido, más grande. La naturaleza toda
hablando de paz á los hombres. Estos, re-
sueltos al engaño, á la traición y al crímenr
persiguiéndose hasta encontrarse, empujados
por tempestades de iras, de odios y de ven-
ganzas.
-85-
Como fondo el desierto, fondo único de
tonos inimitables, á la hora en que el sol
lanza, en plenitud de fuerza, sus rayos vivi-
ficantes. Como figura saliente la del gaucho,
altivo en su desgracia, al pie del caballo ren-
dido doblándose bajo el peso del cansancio?
figura antigua de líneas tan enérgicas, tan
viriles, que evocan en nuestro cerebro cró-
nicas de tiempos épicos en que el tipo de
esos valientes perseguidos fué el que con más
relieve destacóse en la defensa de la libertad,
cantada después en himnos altisonantes por
hombres más pequeños.
La melena flotando á los vientos como una
negra bandera llena de pliegues, la mirada
intensa y fija, con reflejos de lanza nueva,
clavada en el grupo armado, el ademán sere-
no, resuelto del que ha jugado su vida y
sólo teme al cautiverio, dábale al gaucho
todo el aire de un héroe legendario digno
de ser cantado por un homérida ó esculpido
en mármoles valientes.
-so-
lí!
— Mire, Ibáñez, usted me conoce. Sabe que
soy incapaz de hacerle mal: pero tengo el
encargo de prenderlo. Le aseguro que antes
de poco tiempo yo mismo conseguiré su liber-
tad porque su causa tiene defensa. Por otra
parte estoy seguro que usted no hará armas
contra mí
Era el comisario quien, adelantándose solo,
hablaba con voz meliflua próxima á ser con-
vincente.
— ¡El niño Martín de comisario! ¿Que si
lo conocía? ¡Yaya! Como á sus propias ma-
nos. Lo había hecho jugar de chico y le había
enseñado á andar á caballo en el petizo ove-
ro de la estancia amansado por él mismo.
— Oiga, niño. ¡Ni á Dios me hubiera entre -
gao! Pero mire, dése cuenta de mi situación
y digamó si es posible que me deje llevar
-87-
preso así no más. Yo le pido pelear con sus
soldados. Con usté nó. Contra usté no pue-
do hacer armas, es cierto. Pero.... ¿Y qué
quiere que haga entonces?
Entre tanto el comisario avanzaba, bastan-
te confiado en el estado de ánimo reflejado en
las palabras del gaucho respecto á su per-
sona.
A pesar de su penetración, el comisario, el
niño Martin de ayer, rogó al gaucho el
abandono de sus armas. Iba á acercarse para
hablar con más confianza y más detenida-
mente. Quería que se entendieran solos y en
voz baja lejos de la partida que, por su orden,
permanecía á distancia.
El gaucho dudó un momento y detuvo su
mirada escudriñante en la del niño Martín.
Esto fué su perdición, pues vio en ella los
mismos reflejos que tenían los ojos de aquel
chico á quien antaño hiciera jugar, ocultán-
dole la intención un fenómeno de espejismo
mental al que contribuía su viejo afecto des-
pertado de pronto.
— ¡Como voy á dudar del niño!.... Y el gau-
cho abrió su poncho pampa, colgado á manera
de escudo en el antebrazo izquierdo, arrojan-
-88-
dolo sobre los pastos. El comisario seguía sus
movimientos sin perder un detalle.
— -Y ahora ahí están mis armas. ¡Vea! Y
empezó á echarlas en el poncho. Primero la
daga. Las dos pistolas después. ¡Y hasta el
rebenque también! [¿Para qué lo quería si
iban á hablar como amigos?.... Y el gaucho
se irguió cruzándose de brazos á cinco pa-
sos del poncho.
—Diga no más. niño. Usted sabe que le
habla siempre al criollo viejo.
Tratando como antes de inspirar la mayor
confianza el comisario avanzó hasta ponerse
frente á frente del gaucho desarmado.
— Escúcheme, Ibáñez... Y el comisario posó
sobre el hombro del gaucho la mano izquier-
da en tanto que, disimulando el movimiento
en lo posible, con la derecha desnudaba el
revólver.
— j Ahora sí! ¡Toma, gaucho picaro!.... Y
sobre el pecho del hombre descargó el arma.
Fué como un rayo. El gaucho vaciló un
momento. — ¡Ahijuna, Dios me ha vendidol
dijo después y avanzó sobre el poncho donde
estaban las armas. Sonó un segundo tiro al
propio tiempo que, claro y vibrante, podía
—89-
percibirse el galope cerrado de los caballos
de los milicos que avanzaban hacia el grupo,
sable en mano.
— ¡Niño Martín!.... ¡Qué ha hecho!... Y cayó
desplomado.
El gaucho había muerto de pie con los
ojos fijos en los de su matador, sin poder ver
en ellos ya los reflejos del niño de ayer, la
fiera de hoy convertida en autoridad.
¿?4. amor
CRUZ
Había guerreado en guerras bravas donde
se cubrió de sangre. Sangre enemiga dije-
ronle sin que él supiera nunca porqué. Pe-
leaban los caudillos disputándose prebendas
sobre el suelo de la patria recien nacida y
allá iban los pobres muchachos de campo
arrastrados por las levas, á doblegarse bajo
las penurias del canrpamento gaucho, á ren-
dirse bajo el sol sangriento de los comba-
-94-
tes, inertes y heroicos como ayer en los
choques de donde brotara la independen-
cia americana, — pero ya sin conciencia, co~
mo arrastrados por un impulso ciego ha-
cia la matanza y el esterminio. Así se hizo
soldado.
Niño, arrancado de las faenas campes-
tres, no conoció otra vida que la infecunda
3^ ajitada del cuartel. Antes de manejar bien
el lazo, aprender á arriar una tropa, orde-
ñar una vaca y esquilar una oveja, se le
llevó- junto al fogón militar, se le ató al
cinto el sable homicida y se le prendió en el
ojal de la chaqueta la divisa de un caudi-
llo, el cacique politico del pago, señor mo
derno, no de horca y cuchillo como los del
feudo antiguo pero si de bota y espuela, fa-
cón al cinto, poncho á la rastra y cinta
azul en el sombrero de ala ancha y requin-
tado en la nuca.
Después, cuando el caudillaje fué venci-
do, dominado por el político urbano — el
gaucho de ciudad transformado en elegante
de levita y galera de felpa — el muchacho, ya
hecho al ambiente del miliciano pampar
continuó su vida infecunda enganchándose
-95-
en el ejercito ele la nación formado con to-
dos los rezagos de las montoneras semi-bár-
baras.
Entonces tiwo sus primeros amores, sin-
tiéndose ligado á otro destino. Allá, en sus
correrías de bruto armado, en el intervalo
de los encuentros á lanza, dando un alto
al crimen, esparció sus caricias de tenorio
rural entre chinas conquistadas, tomadas al
asalto como enemigos ó seducidas por sus
encantos de joven guerrero. Fueron luces
fugaces, pasiones de una hora dispersadas
por el venclabal que les empujaba, por la
ola de fuego asesino que les envolvía. Lue-
go, en la ciudad, en medio del burdel fre-
cuentado por la soldadesca borracha y pen-
denciera, él acababa de realizar su primer
idilio....
Mucho de ingenuo en el alma, pese al sin-
sabor y el trajin pasados, dábale aspecto de
ñiño grande, fácil de rendirse al halago y
suavidad mujeril. Y se rindió con armas
y bagajes al afecto de una manceba de popu-
lar harén, entre la sonrisa maliciosa y los di-
charachos irónicos de compañeros al pare-
cer más espertos en lides de esta especie.
-96-
Ella le quiso, le deseó con todo el ímpetu
de una naturaleza primitiva, recien desper-
tada dijerase apesar del forzado ejercicio á
que sometiera su cuerpo el infamante ne-
gocio.
II
Del burdel salió la pareja á hacer nido en
un rincón del suburbio. Ella tenía sus aho-
rros, dolorosos ahorros obtenidos en el trá-
fico agostador.
Un día le habló tan tierna, tan suave, tan
cariñosamente sobre su vida de soldado exi-
gente y disoluta que le impedía dedicarle
á ella todas sus horas como lo reclamaba, ar-
dientemente, su sangre de amante joven, que
él se sintió vencido y resuelto. Dejaría el
servicio. ¿Para qué continuar en ese calva-
rio lento y embrutecedor? Ya estaba cansa-
do. Después de diez años de brega no tenía
- <tf -
un cobre ni una jineta envidiable. Siempre
le olvidaban y él estaba ofendido, herido en
su orgullo. Por otra parte eran tan convin-
centes las palabras de ella....
— Yo seré tuya, así. hasta, el sacrificio; tuya
sola y para siempre, sin esperar de tí otro
pago que el del cariño. Deja el cuartel,
como yo dejé el vicio y vivamos para que-
rernos. Si podes y querés trabajarás algiín
día. Mientras tanto yojtengo para los dos.
Descansa y quereme mucho, como yo á vos.
Así hablaba la amante criolla, grande en
su querer como una leona que envolviera á
un cachorro en un abrazo ahogador.
Un poco por pereza, por afán enfermizo de
descanso, por esa especie de ciego y fatal
impulso hacia el amodorramiento, hacia la
indiferencia por todo lo que fuera ejercitarla
propia iniciativa, impulso adquirido en el
ambiente del cuartel; otro poco por dejadez
instintiva, por falta de energía para resis-
tir á aquella seducción ejercitada tan hábil
y amorosameute, él se entregó sin mayores
aspavientos, no porque dejara de compren-
der su situación de sostenido ante ella, sino
porque el acto se realizaba con tanta expon-
98
taneidad, tan impetuosa y sinceramente, que
le pareció una crueldad rebelarse. Ella no
daba, pedía exijiendo. Y él dio, se dio todo
entero, tal como era, dejándose absorver.
quemar por el calor de aquel afecto avasa-
llante, sin cálculo, enorme y dominante, que
no admitía una vacilación, ni una duda, ni
un escrúpulo de conciencia.
III
La nueva vida, fácil y sin acción, á la que
se encontraba tan bien preparado, fuólo lle-
vando, insen oíblemente, auna molicie deni-
grante. No tenía fuerzas sino para consumir
en aquella pasión que lo envilecía porque
lo rebajaba como hombre.
El lo comprendió casi instintivamente.
Entonces quiso reaccionar. Buscó trabajo,
algo en que ocuparse Ella lo estimuló tam-
bién; primero débilmente, mas tarde con im-
-90-
perio. ¿Trabajar? ¿Pero en qué? Recien caía
en la verdad. El no sabía hacer nada, nunca
había hecho nada, jamás podría hacer nada.
Durante su existencia no había aprendido
otra cosa que á manejar un sable: y eso era
no haber hecho nada... Y hoy era necesario.
La vida empezó á hacerse difícil. De los
ahorros aportados por ella al nido no queda-
ban ni recuerdos. Con la última dolencia de
él, que se había hecho delicado, terminó la
ultima moneda.
Aplacado el ardor la vida comenzó á ha-
cerse monótona. La leona amorosa de ayer
no tenía para el abrazo el mismo calor ni el
el mismo Ímpetu. El sintió el desvío pero la
necesidad le hizo hacer buena cara. Siguió
perdiendo en vergüenza y exijió de ella co-
sas que antes le hubieran repugnado. Hoy
nó. Y ella cedió, entregándose de nuevo al
comercio infame por espíritu de abnegación,
por instinto de sacrificio. Lareflección vino
más tarde.
—loo
IV
Hemos de separarnos le dijo ella un día en
que él tuvo una exigencia desmedida. Tuvo
en la frase triste é irreparable del rechazo la
misma en erjía que otrora para pronunciar la
que hubo de ligarlos tan fuerte como tem-
poralmente.
El la miró con ojos que expresaban algo
más que disgusto.
— ¿Irte de mi lado? ¡Vos! ¿Y después de
todo esto?
Le pareció tan extraño el caso que contu-
vo la explosión de su cólera como quien no
está seguro de lo que oye.
— Esta existencia no puede prolongarse
así, continuó argumentando la mujer.
— Vos dirás que no pero yo no pienso lo
mismo. ¡Vos sos mía y de nadie más!
101
Ella sonrió tristemente como diciendo:
tuya sí, mientras te quise. Hoy no....
— ¡Site vaste mato!
Y la amenaza cayó sobre ella envuelta en
rayos de odio.
Ante la idea de la separación cruzó, ve-
loz, por el cerebro del hombre, la idea ho-
micida. Irse ella, abandonarlo así, signifi-
caba para él la muerte. Madre y amante
que en mitad del camino le dejaba sin amor
que es fuego, desamparado y triste como
una cosa de la que ya no se necesita, ya
no se quiere y se echa al arroyo, á la
primera zanja que se encuentra.
V
— ¡Si te vas te mato!
Ella no había creído en la terrible ame-
naza. Acostumbrada estaba al dolor y al
castigo y el temor no fué nunca su consejero.
102-
No amaba, no quería yá, aquel hombre ha-
bía dejado de ser una necesidad para ella y
por eso hoy no titubeaba. Con el mismo
valor, con la misma entereza que ayer pa-
ra obtener cariño, arrostraba el peligro pa-
ra rechazar lo que no le exijía su natura-
leza.
YI
Hoy no vuelvo le había dicho aquella
mañana, la más triste de aquellas dos vidas.
Él guardó silencio mirándola como mi-
raría un condenado á quien le leyera su
sentencia de muerte.
Haciendo estaba sus preparativos últimos
cuando él se acercó resuelto.
— ¡Mira, por última vez, quédate!
Y fijó en ella sus ojos como dos carbo-
nes ardiendo en fuegos desconocidos.
Sin hacerle caso, como quien oye una
-103—
queja inútil, la mujer respondió con una
frase banal y conrpasiva.
Fué la chispa. Después estalló el incen-
dió. Como ud tigre clavó sus garras en los
brazos de la mujer que se estremeció toda
entera sin poder hablar.
— ¡Perra, toma!
Y la puñalada honda, traidora y cruel, 1.0
tanto como el insulto, abrió el seno more-
no, generoso y luciente. Y el arma cayó
una, dos, tres veces....
— ¡Mía y de nadie más!....
Era la última puñalada. En ella él había
puesto lodo su amor....
LA 5UGE5TIOM
-¿A pistola?
-Sí; á pistola.
-¿Apuntando?
Diez segundos.
¿Pasos?
■Veinte.
¿Hora V
-La seis y media.
•¿Sitio?
-106-
— ¡Espléndido! La quinta de Andrés, bajo
los manzanos en flor, frente al rio azul, allá
al oeste, en la parte más alta de la ciudad ,
la primera que baña el sol...
— ¡Asesinos! Están locos todos; ella, la im-
pávida; ustedes los cómplices: ellos, los cie-
gos, los pobres... -
¡Habla, impreca, insulta; todo es inútil! Lo
hecho, hecho está.
— ¡Y á lo hecho, pecho! ¿no es verdad?
Pues bien, sábelo de antemano: ustedes, sí,
ustedes serán los responsables ele esa muer-
te. Más aun que él. Porque al fin él...
— Precisamente, en su calidad de ofendido,
él ha impuesto las condiciones. Y se acep-
taban ó serehuiael lance. En cuanto á nos-
otros, teníamos órdenes terminantes de acep-
tar el duelo.
— ¡Ah, bárbaros! Pero ¿no se dan ustedes
cuenta del crimen? Estos ^ojos han visto la
proeza. A veinte pasos ese hombre parte una
nuez ele un tiro. ¿Como quieren entonces po-
nerlo frente de Ernesto? Piensen ¡oh, irres-
ponsables! que nuestro buen sabio no ha
manejarlo una arma en su vida.
-107-
— Tampoco no había tenido ninguna aven-
tura, y sin embargo...
— Sí, una y basta: porque en ésta lo per-
demos para siempre, lo perdemos.
— Lo que puedo asegurarte es que él per-
manece sereno, confiando quién sabe en qué
estrella.
— ¿No sería posible aún alguna estrata-
gema que impidiera el encuentro? Medítalo,
Juan.
— Bátete tú por él y asunto concluido.
— ¡Ah, farsante trágico! ¿Conque yo por
él? ¿Y por qué no? Puedes creerlo: no sería
yo su padrino, á buen seguro, pero su reem-
plazante sí, sin titubear.
— Bueno, basta. Déjate de reproches y ve
luego al club, donde nos será dado presen-
ciar un espectáculo raro en verdad: el de
un hombre que no teme ala muerte.
— Hasta luego, entonces.
— Hasta luego.
Y en medio del bullicio de la calle estré-
chanse las manos los dos amigos.
108-
II
En el club.
— Debe ser curioso el caso. Cuenta tú los
detalles. Todos, sin omitir ninguno.
Y un rubio ladino y buen mozo, po-
niendo en sus frases cierta especie de vo-
luptuosidad propia del tema, explicó cómo
Ernesto Daymond, el joven estudiante, gala
y orgullo de su curso, había conocido á la
bella y valiente mujer, causa del sonado dra-
ma cuya última escena debía desarrollarse
en el próximo amanecer.
Como siempre, la casualidad los había
unido. Entregado á sus libros, él hacía vida
de estudio y de miseria. Triste estancia lo
guardaba en el piso último de conocidísimo
hotel, parodia de piedra de la organización
social que alcanzamos, lujo desbordante en
109-
la base, modestia afectada, pasar dificultoso
en el centro, fuerza, trabajo, dolor arriba.
Allí, arriba, estaba Daymond, el joven es-
tudiante, gala y orgullo de su curso, y allí,
arriba, había llegado ella, Vera, la valiente,
la impávida compañera de aquel tirador cé-
lebre por su «suerte ele la nuez», difícil y
peligrosa en verdad. Imaginaos que. finali-
zando una serie de admirables ejercicios de
tiro, en los cuales se hallaba siempre en
peligro la vida de Vera, ésta sacaba del bol-
sillo izquierdo de su pantalón azul una pe-
queña nuez que colocaba serena, majestuosa,
heroicamente, sobre su hermosa cabeza, en
el centro mismo de su cabellera, partida con
sencillez en dos como la de un muchacho.
Un momento de silencio absoluto, una ra-
cha fría cortando el ambiente de la sala, y el
estampido llegaba aliviando la sofocación de
muchos pechos. La nuez había saltado al
aire convertida en fragmentos microscópi-
cos y Vera, tranquila, serena, casi fría, sa-
ludaba con ademán gentil á un público más
estusiasta cada noche.
Como amor encendió aquellos dos corazo-
nes, ni se pregunta, ni se explica. No hay pa-
-llo-
ra qué. Baste saber que los ojos de Vera
habían entrado proyectando torrentes de luz
nueva en el mísero habitáculo de Ernesto
y que éste fué feliz hasta que un descuido,
una indiscreción, una fatalidad, si queréis,
hizo que el terrible y celoso dueño, el céle-
bre tirador Horman, los sorprendiera en
pleno y delicioso idilio.
Horman hubo de matar á Ernesto en aque-
lla ocasión. Pero cuenta éste que los ojos
de Vera lo salvaron. ¡Cómo miraron á Hor-
man los crueles, los bellos ojos! Eran ellos,
sin duda, los que guiaban la mano del tirador
en el teatro. Y al hacer esta observación re-
cordaba el estudiante la forma en que Vera
miraba á Horman cuando un tiro fallaba
el blanco. Era indudable: los crueles, los
bellos ojos guiaban la mano del tirador en
el teatro...
lil-
ilí
A la seis y media, padrinos y duelistas
estaban sobre el terreno. A pesar de lo que
pudiera suponerse, el aire de Ernesto no
era el de un condenado á muerte. Por el con-
trario, su seriedad aparente, si no asombra-
ba, infundía algo de misterioso y sugerente
en aquel soberbio despertar de primavera en
que por vez primera iba á jugarse la vida
PD una forma tan loca.
La verdad es que en ese momento él no
tenía presente sino los ojos de Vera, los crue-
les y bellos ojos cuya luz estaba en los su-
yos y que, podía asegurarlo, guiarían esta
vez también la mano del tirador.
— Un tiro... á veinte pavos... apuntando diez
segundos... Era exactamente la prueba de
Horman en el teatro. La «suerte de la nuez»...
-U'2-
¡Pobre Ernesto! ¡Pobre niño! Ni el recuerdo
de la clase de ofensa hecha á Horman que.
por su índole, ponía al estudiante en tan
exce2>cionales condiciones, constituía motivo
suficiente para aminorar el grado de compa-
sión que los curiosos sentían hacia Ernesto,
en quien se empeñaban en ver un sacrifica-
do alas iras del tirador. Deseos sentían al-
gunos de insultar á Horman por cobarde.
Revisadas convenientemente las armas, in-
dicados los sitios respectivos de los duelis-
tas por los padrinos, y colocados aquellos en
posición de hacer fuego, hubo alrededor de
esta escena el mismo sileneio é idéntica ex-
pectativa á la que Horman provocara todas
las noches en el teatro con su célebre suer-
te. La imagen de Vera, fría, impasible, está-
tica, estaba allí representada por Ernesto
cuyos ojos miraban al tirador con la misma
fijeza, el mismo gesto, casi diríamos la mis-
ma amenaza, con que la bella mujer atraía
hacia sí toda la simpatía de un público con-
movido.
Dada la voz de «¡apunten!» se vio á Er-
nesto, más seguro que nunca, mirar al adver-
sario, sacar su mano izquierda del bolsillo
ti:
del pantalón y hacer el mismo ademán, se-
reno, majestuoso, casi heroico de Vera, al lle-
varse á la cabeza el fruto que la pistola de
Horman no dejaba de herir nunca.
— ¡Fuego! Y el prodigio fué. La bala de
Horman había pasado rozando la cabellera
de Ernesto por el propio sitio donde éste
colocara su mano. ¡Horman había apuntado
á la nuez!... El estudiante acababa de rea-
lizar con él un caso de verdadera sugestión,
aprovechando en su beneficio la fuerza de
la costumbre. Demás está decir que la bala
adversaria sólo consiguió asustar á dos go-
rriones que saltaban, traviesos, entre los man-
zanos en flor.
Ante sonrisas incrédulas, Ernesto sostiene
que los ojos, los hoy para él dulces y siem-
pre bellos ojos de Vera, habíanle salvado la
vida por segunda vez. Los bellos ojos cuya
luz estaba en los suyos....
RESURRECCIÓN
Cuando él iba muy borracho, como esa
noche, ella lo desnudaba. Le sacábala ropa
á tirones y rezongando. Después, ya con
su hombre en casa, acostada á su lado, la
pobre muchacha rememoraba el pasado.
Lo había conocido una noche en el harem
popular donde ella hacía de odalisca. Llegó
sólo, en momentos que un bárbaro la gol-
peaba con el aplauso de un grupo de com-
116-
pañeros. ¡No podía olvidar la escena aque-
lla! El se paró ante el grupo, lanzó un reto
audaz al agresor y la escudó con su cuer-
po. Hubo lucha. Apesar de su audacia, no
pudo imponerse sin esfuerzo. Le vieron solo
y creyeron fácil dominarle. Era pequeño de
cuerpo y sin exterioridades que le hicieran
aparecer temible, pero resultó que el alfeñi-
que aquél tenía músculos de acero y uu va-
lor personal que excedía á toda ponderación.
Atropello con tal ímpetu, que la pandilla se
vio arrollada en el primer instante. En me-
dio del tumulto, á traición, le hirieron. Cayó
con la cabeza rota. Se levantó, sintióse heri-
do, bañó sus manos en la sangre que le cu-
bría la cara y, ciego de coraje, azotó con
ellas.
Lo evocaba así siempre, lleno de sangre,
altivo, loco, arremetiendo contra el montón
de cobardes, defendiéndola como un héroe,
cayendo y levantándose con más brío cada
vez, hasta poner en fuga á la pandilla.
Esa noche se había quedado. Ella, temblan-
do, le lavó la herida y le dio muchos besos.
El se reía de su hazaña como si se tratara de
algo que no debiera extrañar á nadie. Esto
117
le daba ante los ojos de ella mayor realce y
hacía que su figura creciera en su imagina-
ción.
Por la mañana, cuando quiso irse, ella le
pidió que volviera pronto. Él se lo prometió.
Pasaron días. ¡Cómo sufrió durante la espe-
ra! No se perdonaba el no haber averiguado
su nombre. ¡Y pensar que no se le había ocu-
rrido siquiera preguntarle dónde vivía! ¡Que
bruta era! ¡Le había tratado casi como á los
demás, como á uno de tantos, sin darle, qui-
zás, más de lo que diera á otros! ¡No podía
perdonárselo, no se lo perdonaría nunca!
Cuando él volvió, al cabo de muchas no-
ches, ella experimentó la más grande de las
alegrías á que podía 'aspirar en su cautiverio.
Tuvo su nombre y su dirección. ¿Por qué
no había de ciárselos? ¿Qué mal podía traerle
aquello? Nada más natural que ella supiera
quién era y adonde vivia. El no se resistió.
En realidad le halagaba el interés que ella
demostraba por su persona.
Después el harem popular fué teatro de
un verdadero idilio.
— No te creo, solía decir él.
— Tampoco yo, en tu caso, creería. Pero
-us-
es así. ¿Por qué no hemos de querer nosotras
también? Y más que ellas, porque hemos
sufrido más.
— Pero ¿por qué te emborrachas? No
quiero verte así ¿sabes? — le [dijo una noche.
Y la pobre muchacha, la asilada de prostí-
bulo, le dio consejos morales.
— Si no me emborrachara no vendría á
verte — contestó él sombrío. — Escucha ¿quie-
res salir de aquí? ¿Quieres que yo te lleve?
— agregó después dulcificando el gesto.
Ella nada dijo, quedando conio abatida.
Esperaba, más bien dicho presentía aquello,
pero no tan pronto, tan de improviso. El
placer que le causara la proposición, se ex-
teriorizó en sus facciones de una manera
extraña. Tal como si un dolor la hubiera
anonadado.
El, sin comprenderla, se exasperó.
— Si no quieres, bueno. ¡Quédate en la cloa-
ca! Al fin y al cabo....
Sin dejarle terminar la frase ella se echó
á su cuello. Lloraba á mares. Sobre el pe-
pecho del hombre se deshizo en lágrimas.
Al día siguiente se marchaban juntos, bajo
— 119 —
la mirada infame del rufián que murmuraba
contra él.
Muchos buenos y malos días transcurrie-
ron .
El trabajaba para sostener la casa, pero de
noche regresaba borracho.
Y los consejos y las súplicas de ella resul-
taban inútiles. Era bueno pero no la aten-
día. Y su naturaleza degeneraba por horas.
— ¡Qué hacer! — decía ella cuando él iba
muy borracho, como esa noche. Y se pasa-
ba en vela rememorando el pasado.
II
Al día siguiente tenía formada su deter-
minación. Mientras almorzaba se paró frente
á él y le dijo muy seria:
—120-
— Si otra noche vuelves así yo me voy
¡te lo juro!
Era tan enérgico el tono, tan resuelto el
ademán de ella, que él la miró asombrado.
— ¿Te vas? ¿Te vas? ¿Y á donde? Iba á
echarle en cara su proceder, pero se detuvo.
— Bueno, si no quieres, me dejas. ¡Volveré
á la cloaca! Al fin y al cabo...
Fué como un tiro. No se le había ocurrido
que pudiera suceder eso. ¿Volver allí, ella?
¿Y por qué no si había estado tanto tiempo?
Sin terminar de almorzar se fué al tra-
bajo. Ella le esperó como siempre.
Llegó la noche y él no quiso salir.
Así una semana.
No había duda. Ella lo regeneraba.
III
Una tarde, la tarde de un día de fiesta,
charlaban amablemente sobre la vida futura.
—121—
Vivían tranquilos, porque él ya no se embo-
rrachaba. De pronto ella se acordó de sus
padres y se le nublaron los ojos. Todavía
había en ellos mucha tristeza. Cuando estos
recuerdos la asaltaban, él permanecía mudo.
Temía interrumpirla con alguna observa-
ción banal.
— No los veré más, dijo ella.
— ¿Quién te lo impide? dijo él.
— ¿Quieres saber una cosa? — Y se levantó.
— Toma y lee.
La carta empezaba así: «No creemos en lo
que nos dices: tú has muerto para nosotros.
No te acuerdes que tienes padres. No reco-
noceremos jamás á una perdida como tú...»
No cotinuó. Iba á romper la carta, coléri-
co. Ella le cogió el brazo.
— ¿Qué quieres? dijo. Tampoco tú creías
Acuérdate...
ASI!
Cien veces había clamado en las reunio-
nes de amigos contra el derecho de muerte
que se abrogaban los hombres sobre las
amantes infieles y traidoras. Cien veces ha-
bía yo oido de sus labios la altisonante pa-
labra de protesta gesticulada entre arreba-
tos un tanto líricos pero preñados de argu-
mentos.
El derecho del hombre, decía, ejercitado
124-
en detrimento de la libertad femenina, está
solo en su fuerza de bruto. Ella, la fuerza,
le ciega. Si razonara un instante, si fuera
capaz de meditar un segundo en medio de
los relámpagos de su cólera ^producida por
su orgullo herido, por su vanidad ultrajada,
desaparecerían para siempre los actos de
violencia indignos, injustos, bárbaros y re-
pugnantes con que se han manchado las ge-
neraciones que nos han precedido y se si-
guen manchando las presentes.
Y por ese tenor, amontonando ejemplos
probatorios, llegaba á afirmar, incontesta-
blemente, la falta de equidad en las rela-
ciones de los sexos, relaciones en las cua-
les el hombre llevaba siempre la mejor
parte, puesto que él era, al fin y al cabo,
ayer como hoy, el dueño y señor, el amo
en la casa, el dominador en todas partes.
La cuestión económica era, naturalmen-
te, para él, la que obstaculizaba aun la in-
dependencia verdadera de la mujer, consti-
tuyendo el principal lazo, la mas fuerte
ligadura esclavizadora. Sin independencia
económica no sería posible nunca obtener
la verdadera libertad de los sexos recia-
— 125—
mada, imperiosamente, por la razón y la
vida.
Claro está que se consideraba un liberta-
do del prejuicio en boga. Estaba unido li-
bremente á una hermosa mujer que le acom-
pañaba en la vida como una alma gemela
alentadora y llena de bondad, algo así co-
mo un espiritu hermano, lleno de dulzura,
que le alegraba las horas dándole, en cari-
ño, todo lo que exigía su ardiente natura-
leza.
La verdad era que al contemplarles jun-
tos nadie hubiera pensado que tan pronto
aquel dogmático teórico iba á ser puesto á
prueba en una forma tan decisiva.
En sus libres relaciones de amor, él afir-
maba, habían sido escluidos el engaño y la
falsía, ya que la más libérrima voluntad
precediera aquella unión. Desde que nin-
gún interés mosquino había hecho presión
sobre aquellos dos seres mal podían los
convencionalismos ni las fórmulas falsas y
antinaturales inmiscuirse para nada en sus
destinos. Se habían deseado, se querían y
basta.
De esto deducíase, lojicamente, que si
—126—
mañana, por una causa no prevista pero no
por esto imposible de acontecer, cesara
aquel amor, la misma libertad que los uniera
sería la que debiera separarlos.
Nunca él hizo alusión á la posibilidad
de esta circunstancia como si, pese á sus
ideas al respecto, un vago temor le atara la
lengua. El temor no era de advertirse, mu-
cho más si se tiene en cuenta que la cir-
cunstancia podía ser prevista por cualquie-
ra dados los antecedentes espuestos. El caso
era de aquellos que se encuentran fuera
de toda discusión. La solución del problema,
en caso de plantearse, estaba resuelta de
antemano.
II
— Yo no debo engañarte. No debo, no
quiero; aparte de que no habría objeto en
ello.
-127-
La voz de la compañera vibraba en su
garganta con un timbre algo extraño. Era
una voz serena si, pero cargada de emocio-
nes. Salía la frase como envuelta en un eflu-
vio doloroso aunque resuelto.
El aire tibio de la tarde estival que pe-
netraba por la ventana entreabierta del co-
medor alegre, daba mayor fuerza é la ex-
presión haciéndola más penetrante y aguda.
— No debes engañarme... si... no quieres...
per j ¿por qué hablas así?...
La frase terminó en un ruego. La pre-
gunta parecía decir: si no hablaras te lo
agradecería. La sospecha de algo grave, de
algo muy triste, irreparable y muy angus-
tioso, cruzó por el cerebro del hombre aman-
te, del compañero cuya vida — ¡oh, ahora
lo sentía como á través de una adivinación
súbita! — estaba toda entera en la voluntad
de aquella mujer.
Ella, sin dar á conocer que sus ojos pe-
netrabran en la sombra del drama que agi-
taba el espíritu del hombre, continuó imper-
térrita:
— La libertad que nos unió separará
nuestros cuerpos. Ya no soy tuya...
—128—
El le tapó la boca, como queriendo evitar
la confesión completa que lo hería en lo más
hondo.
La cabeza triste de la mujer se dobló sobre
la mano del hombre.
— Si quieres, prosiguió ella, seremos siem-
pre amigos. ¿Por que no?./,
— ¿Por que no? repitió el hombre ma-
quinalmente. Y se abismó en su pena.
"Después, en nombre de aquel amor embar-
gante, pidió, casi exigiendo, que no le aban-
donara así, tan de improviso, tan repentina-
mente. El sufría, ella lo sabía, lo veía; debía
hacerlo, no por obligación, sí por cariño.
Ella formuló una promesa, un débil con-
suelo en frase breve. Esperaría.
Como un rayo estalló de pronto en él algo
parecido á la cólera. Apesar de aquella fran-
ca declaración se consideró engañado y los
celos terribles estallaron, tan terribles y
grandes como el mismo afecto que le emba-
razaba.
Tuvo entonces exigencias que ella resistió,
exponiendo las mismas ideas que el propa-
gaba. La mujer las aprovechaba todas en fa-
vor de su resolución. Su voluntad era esa hoy
-129-
como ayer fué la de atarse á su suerte. ¿Po-
día él impedirlo? ¿En nombre de qué ley,
de qué razón, de qué fuerza? ¡No, no, y
no! El también estaba fuera de la verdad,
de la vida. ¿Cómo podía exijir de ella lo
que, en caso análogo, hubiera repudiado en
otros?
La escena terminó brutalmente, perdien-
do el hombre en razón lo que ganara en
violencia.
— ¿Sería, al fin, como los demás?... El
mismo era quien se formulaba la pregun-
ta. Y tuvo vergüenza de hacer lo que hacía.
ni
Tres días habían pasado, tres días de
dolor, de dudas horribles, de sombras mar-
tirizantes. El hombre razonaba pero no se
entregaba á su destino.
■130-
En la mañana del cuarto día un hecho
sospechado lo sacó de quicio. Ella recibió
una carta perentoria cuyo texto quizo
ocultar.
— ¿Para qué? le dijo. Por él mismo lo
hacía. Debía partir y él no indagar más.
Dejarla, en una palabra, ejercitar su vo-
luntad sin ponerle un obstáculo.
— ¿Dejarla? Pero eso era resignarse al
sacrificio, entregarse al dolor, á la desespe-
ración, al martirio.
Tuvo otro ímpetu y corrió hacia la mujer.
— ;Dáme esa carta!
— Tómala.
— Bueno... ¿Y ahora?...
— ¡Ahora te quedas!
— ¿En nombre de qué?
— ¡De mi fuerza!
Ella rió nerviosa, agitada, casi con es-
truendo.
Y él viéndolo todo, abarcando en una
gran mirada la inmensidad de su desastre,
resolvió su destino con sus propias manos.
Le asió el cuello, el cuello blanco y sin
mácula, y, moderno Ótelo, la ahogó sobre
— 131—
el sofá del comedor alegre, impregnado de
aire tibio.
— ¡Así! ¡Así! ¡Después yo! ¡No tengo ra-
zón! ¡Ya sé! ¡No tengo razón pero te mato!
¡No importa! ¡No tengo razón, no tengo
razón! ¡Ya sé! ¡No importa! ¡Asi! ¡Así! ¡Des-
pués yo!...
CADENAS
Era ella fuerte y altiva. Y nadie, hasta en-
tonces, habíale hecho abdicar de su fiereza.
¿Como iba á explicarse, pues, el dominio ejer-
cido sobre este ser superior por aquel vulgar
hombre, aquel rudo capitán de barco, vi-
cioso, disoluto, cruel siempre que se hallaba
bajo la acción del veneno, humilde y lamen-
tablemente bajo cuando la depresión física le
invadía? De alta y fornida figura, era el ma-
— 134-
rino bellamente varonil, es cierto, pero sin
ninguno de los demás atractivos que pare-
cían necesarios para servir de compañero de-
vida á una mujer tan admirablemente dotada
como lo era aquella Laura, ave errante y li-
bre, á quien por casualidad encontrara al
llegar de arribada a' un puerto mejicano.
¡Ay! ella misma no podía explicárselo-
Aquel hombre se había adherido á su vida
como el dolor á la carne. Y no podía des-
prendérselo. Así, cuando, desesperada, co-
mo una vaga impulsiva, á raíz de una.
escena brutal en que el borracho la gol-
peaba, ella salía huyendo de un lugar cual-
quiera, allá, á través del mundo, la sombra
del barco de Carlos, — tétrica sombra, — iba
siempre implacable, siguiendo al «transat-
lántico» en cuya velocidad Laura pusiera,
momentáneamente, su destino. La encontra-
ba para pedirle perdón y besarla' dé rodi-
llas, tan servil é indigno, pasado el exceso,,
cómo indómito y terrible en la borrasca.
—¿Qué quieres de mí? decíale ella enton-
tonces. Sé]3arémono3 de una vez, para siem-
pre. Será mejor para tí y para mí. 'Esta
gimnasia destruye demasiado. No podremos
- 135—
resistir. E insistía invariablemente. Llegó
á suplicar: «¡Por tí! ¡Por mí!»
— Moriremos juntos. Prométemelo, argüía
el marino.
Vivaz, ardiente, febricitan temen te., ¡cuan-
do quieras! contestábale Laura, entreviendo
el descanso. Pero no se atrevía. ¡El muy co-
barde!
Al fin, la mujer triunfaba en ella y el per-
dón, compasivo y noble, aparecía en sus la-
bios, que un gesto ele dolor contraía amar-
gamente.
Pero la escena, uniforme y feroz, se repetía
al poco tiempo. La acción del veneno era la
misma bajo todas las latitudes. Y la altivez v
la fuerza de Laura volvían á rodar por la al-
coba, cuyos tapices manchaban los vómitos
del ebrio. ¡Oh, noches de amor y vino en que
■él, rabioso, mordía sus carnes, las carnes
palpitantes de sus senos frescos, como fru-
tas maduras que calmaran los ardores de un
.sediento! ¡Oh, noches de placer y dolor en
que él rugía y ella, sollozante, tragábase s;:s
lágrimas de vergüenza, mientras continuaba
escuchando, como una obsesión ya, las fra-
— 136 -
ses consoladoras de Carlos: «moriremos jun-
tos, prométemelo!...»
— ¡Eres cobarde, Carlos! ¡No has de atre-
verte nunca! ¡Hiere! ¡Que el vino y la san-
gre deben hacer buena mezcla!
Cuando ella hablaba así, mirándolo fijo
y firme, él sentía, allá en lo hondo de su ser,
algo que le daba frío. ¡La mirada era tan fir-
me y tan fija!...
— Es que, si tu no lo haces, adviértelo
bien, díjole una noche, yo...
Cortándole las palabras, el pretendió some-
terla como otras veces, y, loco, delirante, le-
vantó su mano.
Ella sintió que un vértigo le arrebataba.
Atajó el golpe del bárbaro; subió á la altura
del hombro el puñal morisco que le sirviera
de cortapapel, lo hizo cruzar, rápido, frente
á los ojos de Carlos, y llena de ansias, lo hun-
dió, hasta el anillo de oro, en pleno pecho
blanco y velludo.
— ¡Te lo prometí! Si mueres, partiremos
juntos. — Y del cuerpo caído y sangriento
arrancó el arma.
Altiva y fuerte, Laura volvía por su fie-
reza.
137-
Escasa tarea hubo para la justicia. Aquel
borracho, hermoso como un dios, tenía tam-
bién su dignidad. Por eso, cuando ella de-
claraba la verdad, toda la verdad del cri-
men, Carlos, desde su cama triste, hacía re-
caer sobre él toda la culpabilidad del acto.
La herida era obra de sus propias manos. Y
ella, inocente.
II
Bella, tranquilla, llena de sol y aire tibio
y vivificante, era la tarde en que Laura se
dirigía, por última vez, hacia el hospital nec-
yorkino donde Carlos convalecía.
— Lo prometí y lo hubiera cumplido. Si
138-
morías, no hubieras partido solo. Pero tu co-
bardía nos separa. Si tú hubieras dado el
golpe, á estas horas... En fin, tu te salvas y
yo parto. «¡Grood bye!»
Por primera vez ella le hablaba á Carlos en
su idioma. ¡Y con qué palabras!
— «¡G-ood bye!» — repitió el marino como
un autómata, en un tono que parecía decir:
«sobre el mundo mi barco no volverá á en-
contrar tus huellas».
Y aquel «¡good bye!» repetido en aquél
instante, tornábase aún más trágico que la
puñalada de Laura y el gemido de Carlos en
la noche infausta, porque era la síntesis final
de un poema triste, del poema triste de aque-
llos dos seres hechos de pasión y dolor.
139-
III
Afirmada en su fiereza, al franquear las
puertas del hospicio, Laura pensaba que aque-
lla noche, al herir, no había herido á «su»
hombre, sino á «un» hombre. No amaba ya.
He ahí todo. Por eso la rebelión que allí fué
castigo. Contra el ultraje, la puñalada. Veía
sangre en sus manos y se decía melancólica :
el amor no supo verterla. Indudablemente,
no amaba ya...
De Sacrificio
MARGARITA CRIOLLA
Así, al pasar, — como quien compra frá-
gil juguete de niño en el bazar más cerca-
no.— triste y hermosa flor de miseria, to-
móla él aquella noche para aspirar su per-
fume.
Pasagero, poco persistente, falto- de fuer-
za intensiva, como el deseo momentáneo
que le arrastrara, consideró nuestro héroe
el aroma de aquella margarita, que cruza-
—144—
ba, fresca y luciente aún, pero perdiendo
una hoja cada día por los bulevares por-
teños.
— ¡Todas eran iguales! pensaba él cuando
en el gabinete reservado del café elegante,
entre sorbo y sorbo de brebaje ardiente,
acercaba sus labios de efebo, torpes y exi-
gentemente jóvenes, á los dóciles y ejerci-
tados de la manceba comprada.
— ¡Todas eran iguales! Entonces ¿por qué
había de proceder con ella en forma dis-
tinta á la que usara con otras? Terminó,
pues, de darla besos y — como siempre, eso
si ¡pobre muchacha! — pagóselos en buen oro
contante y sonante.
Antes de separarse ella, como otras mu-
chas, contóle cosas muy tristes en las que él
no puso gran atención, á pesar de que la voz
femenina adquiriera, más de una vez, el tono
de las grandes sinceridades. Y cuando ella
insistió en la orfandad de su vida, en su do-
lor sin consuelo, en su pena sin tregua, él no
hizo otro gesto que el acostumbrado para to-
da^ estas emergencias, de las cuales se desea
salir apresuradamente, tal como cuando en
la calle os detiene un desgraciado con la ma-
-115-
no tendida. Si tenéis dais, para poder conti-
nuar, libre de obstáculos dolorosos, vuestro
camino. ¡Fuera interrupciones! Estáis de pri-
sa, la vida es corta y apenas si hay tiempo
para ocuparos en los asuntos más personales.
El buen muchacho no tenia amor: no podía
darlo, pues. Y. como estaba de prisa, siguió
su marcha ante la vagabunda que desde en-
tonces tuvo un poco más de sombra en los
ojos, más palidez en los labios y allá, en el
fondo de su ser intimo, un montón más de
amargura.
II
La vi al comenzar esta primavera. Seguía
vendiendo sus gracias pero no á él. ¡A él
nunca! dijome un día. A no ser que... ¡Oh,
que rayo de esperanza vi iluminar su ros-
tro! ¡Cómo miró en la noche creyendo pene-
trar en las obscuridades de su suerte! No es
In-
concebible virginidad más ingenua que la
revelada por aquellos ojos ¡Pobrecita! Miró
y creyó en el fantasma.
A no ser que... Esto equivalía á decir: «á
él nunca ó para siempre». Estaba perdida.
El, por vanidad ó porque sí/ la gran razón,
se dejó querer. Claro está que ella no exigió
promesas. ¡Q'ié había de exigir la infeliz
mendiga de cariño! Y amó ciega, loca, con
fuerza única.
La arrastrada, la perdida, la perra de lu-
panar fué, después, un ejemplo de limpieza de
cuerpo y de gentileza de espíritu de índole
tan elevada que bien pudiera aprovechar á
más de una coquetuela frivola é inocua de
esas que abundan en los salones lujosos.
Pero ella daba lo que no podían retribuirle.
El no la comprendía, ni podía, ni quería,
en último término, comprenderla. ¡Oh, dolor!
[-147-
III
Asi las cosas, un día ella despertó con un
pensamiento.
Estaba sola y triste. Más, mucho más,
que cuando se ofrecía en las calles al pri-
mer transeúnte. Hacía tres días que el
amante faltaba. ¿Qué hacer? Recorrió de un
solo vistazo retrospectivo toda su terrible
vida pasada y lanzando al porvenir una
sonda enorme no pudo llegar fal fin. ¡Tan
profundo era y tan negro! ¿Que hacer? vol-
vía á repetirse. Tenía en sus manos la sá-
bana de hilo fino que había enjugado sus
lágrimas de tres noches. Acariciaba el tejido
con cierta fruición inconsciente cuando sus
ojos se detuvieron en un soporte de hierro
que sobresalía de la parecí como un palmo.
¿Morir? pensó. ¡Y por qué nó, si era tan fa-
148
cil! Hízj el nudo y se colgó. El hilo fino y
suave déla sábana arrugó, levemente, el cue-
llo limpio y blanco ¡Lirios! ¡Lirios! ¡Lirios!
Esa tarde, los diarios daban la nueva. Uno
de ellos decía en su sección policial: «La
muchacha de vida alegre N. N. ha sido en-
contrada muerta en su habitación. Se supone
un crimen por robo. La autopsia del cadá-
ver será hecha hoy por el doctor X.» Ni una
palabra más.
De esta manera la prensa anodina de la
época que alcanzamos daba cuenta á sus lec-
tores de uno de los poemas de amor y deses-
peranza más grandes en que se hayan visto
envueltas las almas de hoy.
LA LLAGA AL AIRE
— ¡Es una perdida! decía la gente al ver
cruzar por las calles del pueblo, siempre á
altas horas, su gentil silueta que se recor-
taba en las penumbras. Y tiene hijos gran-
des, y es enferma, y no se cuida, y conta-
giará á los que estén á su lado, y....
Ella á esas horas iba á nn baile plebeyo.
A uno de esos piringundines de campo á
donde concurren verdaderos amadores del
arte en busca de buenas compañeras, de
sujetos para realizar su placer, el placer de
la danza que es también un ritmo, porque
hay poetas de la danza, como los hay del
■150-
pincel, como los hay del verso, como los
hay de la música. Y ella era una musa.
Jamás en el pueblo había memoria de qu 3
cuerpos como el suyo hubieran pisado un
salón de academia. Ese armazón era hecho
p3,ra el baile. Habia que verla con un acom-
pañante diestro. La concurrencia se dete-
nía á admirarla. Mecíase airoso su cuerpo,
entregado, en absoluto, como en un arroba-
miento, como en una abstracción, al com-
pás de una habanera ó ; de un tango, su-
premas síntesis de la voluptuosidad popular;
ora, con gracia felina, arrastrábase que-
brando en la más compadre milonga que
hayan visto ojos de criollo; ya se alzaba,
ágil, en el giro vertiginoso de un vals y
era un ovación la que se oía al cruzar
como con alas por el salón hecho cancha
para que se luciese la moza: ó bien, con
la intención aviesa de la hembra humana,
en el requiebro de un gato, de un pericón,
ó de una zamba exhibía, provocante, el
busto, erguidos con altivez los senos que
parecían querer libertarse rompiendo la
prisión del escote.
Asistíamos al baile acompañados del mé-
151
dico y ele otra persona amiga que deseaban
hacernos conocer todas las peculiaridades
de la pequeña población.
Vamos á llevarlo esta noche á presen-
ciar un curioso espectáculo, habíanme di-
cho. Y cumplían su palabra.
Estábamos en la gran sala ó galpón. Mu-
chas parejas, mucho ruido y gran movi-
miento. De pronto una aclamación. Los
danzarines se detienen. Era ella, la reina.
Llegaba sola, como siempre. Cien brazos se
tienden. Ella sigue sin prestar atención, sin
dar vuelta la cara, una vez siquiera, hacia
el mostrador que se alza, allá, en el fondo.
Llega y llama resuelta. Pide. Se le alcanza
un vaso lleno. Lo apura de un sorbo, gira
sobre sus talones y se cuelga del primer
brazo que encuentra á mano. Se diría que
ella iba allí como quien realiza un deber. Al
enfrentarse á nosotros no puedo menos de
lanzar una esclamación. — ¡La bailarina está
enferma! Lleva una venda, fina y fuerte, en
el rostro. Tras la venda he sospechado alg.>
horrible. — Un cáncer.... me dice el médico.
Ocho meses de vida, apenas. Es enferma mia...
— ;Y porqué aquí, entonces?
— 152—
El médico sonríe amargamente. Es su tra-
bajo, agrega. Baila á tanto la pieza, como
las otras. Con eso la infeliz mantiene á los
hijos. Y, antes de que yo viniera á la loca-
lidad, pagaba al médico... Baila como nadie
y la buscan á pleito. Pero no la quieren
para otra cosa... Se diría que el dolor, que
el hambre, le han enseñado.
— ¡Vaya unos maestros de baile! digo for-
mulando, mentalmente, la tragedia.
En ese preciso momento la cancerosa lucía
sus habilidades en medio de la sala, circuida
por casi toda la concurrencia. Nos acercamos
á contemplarla. Era un delirio. Jamás danzan-
te alguno puso mas entusiasmo en su tarea.
Se emborracha bailando! dice un curioso á
nuestro lado. Barajamos la frase en el aire. La
intuición popular habia acertado, como siem-
pre.Ebria de dolor aprendió á bailar. ¡Y ahora
se embriagaba bailando para olvidar el dolor!
No sé porque cuando, al terminar la pie-
za, ella pasó ante nuestro grupo, moviéndose
todavía con cadencia, recordé la figura de
aquellos condenados que, haciendo contor-
siones raras, marchan hacia el suplicio can-
tando locas canciones.
LA EXPLOTADA
Del primer bofetón la mujer había roda-
do, con el labio partido, al pie del lecho de
hierro.
— ¡Hija de perra! Yo te voy á enseñar.
Dos días fuera de casa para venir sin me-
dio. ¡Qué te has pensado!
El soutemur francés es el canfínflero crio-
llo. Más bruto éste, quizá, porque de cuan-
do en cuando el puñal ó el revólver brillan
en sus manos con fulgores trágicos.
Por eso, después del golpe, al pararse la
hembra humillada y maltrecha, el bárbaro
exclama:
-154
— Anda y volvé. ¡Mira que si te haces la
otaria otra vez te abro de un tajo!
Entonces, por las aceras tristes del su-
burbio que duerme, baja la pobre explota-
da á vender caricias en las calles alegres
del centro urbano.
¡Allá va, montón de amargura, dolor
condensado, pena jigante, llaga eternamente
viva, á sumirse en el pudridero la carne
esclava!
¡Queja siempre sofocada, lamento nunca
oído, cómo te elevas en la noche buscando
un refugio que no encuentras en el pecho
del hombre, feroz siempre, garra en acecho ,
perpetuamente abierta sobre la flor sin savia
Un REGENERADO
Por tercera vez el poeta había tropezado
en la calle con aquel pobre muchacho de
aspecto claudicante, cubierto ele andrajos
mal olientes. Por tercera vez había sentido
en su presencia él mismo pesar, la misma
lástima, idéntica angustia.
Ese día no pudo resistir á la tentación
de interrogarle. Su juventud y su -desgracia,
amalgama de sombra y luz, le atraían, po-
-156
derosa, irresistiblemente. ¡Oh, cómo sentía
latir en su pecho el amor al hermano caido!
¡Qué cantidad de dulzura la que rebosaba
en su alma al pensar en aquel dolor lasci-
nante. agobiador y terrible, presentido al
travez de la mirada triste y mortecina del
mendigo!
Sí, estaba resuelto, El le hablaría haciendo
deslizar en sus oídos las suaves palabras
que la caridad, ese ángel bueno, le dictara.
Y ¿por que no? Lo levantaría de la charca
mostrándole el buen camino con índice se-
guro.. Sería la suya obra de regeneración
digna de Cristo mismo. ¡A la acción, pues!
No opuso el mendigo obstáculo serio para
la realización de tales fines. Claro está que
él trabajaría, que haría lo posible por ob-
tener el sustento propio. — ¿Querían ayudar-
lo? Bueno. Consentía en ello. Sería hombre
de bien.... Por su parte no había inconve-
niente.
Lo que extrañaba y conturbaba un tanto
al poeta era esa falta de entusiasmo, ese
gesto casi indiferente, rayano en frialdad,
con que el joven mendigo acojía la solicitud
de sus ofrecimientos.
- 157- -
Es cierto que él aceptaba todo, la protec-
ción inmediata, cariñosa, casi impulsiva, con
que se le obsequiaba; pero lo bacía con un
dejo tal de resignación, de abandono intimo,
de desesperanza profunda que el poeta se
sintió herido en sus sentimientos y vaciló
un instante presa del estupor.
— ¡Cómo! se decía. ¿De qué pasta está for-
mado este hombre tínico que así, pasivamen-
te, rechaza su redención? Porque para él
era un rechazo aquella actitud extraña en
la que un fino y experimentado observador
hubiera entrevisto una convición profunda
de lo irreparable.
II
Dilucidado el punto, el poeta guió al
mendigo hasta el camaranchón, con ínfulas
de retítauranty donde solía almorzar y en don-
de gozaba de crédito y, mas que todo, de
•158-
estima y admiración. Un verdadero crt.s'O,
como él decía.
Juan, su gran amigo — pensión Completa
en el restaumnt — observaba desde la puer-
ta. Al divisarle tuvo un gesto de asombro
cambiado en breve por otro de entusiasmo y
simpatía al conocer el acto y la intención
del poeta con y hacia su protejido.
— ¿Te das cuenta?
— ¡De todo!
— -¿Me ayudarás en la obra?
—¡Con el alma entera!
— r¡A la obra, entonces!
Y, palpitantes de emoción, condujeron al
miserable al fondo de la casa.
Hubo que bañarle. Solo, el joven mendigo
no podía con sus lacras. El maestro, en la
escena bíblica de la última cena, lavando
los pies á sus discípulos, resultaba empe-
queñecido ante la figura de aquellos dos va-
lientes y abnegados seres de caridad y de
— 159—
ternura despojando de sus podies á aquel
ángel de estercolero.
— ¡Dame el jabón!
— ¡Levántale ese brazo!
— ¡Restrega esa pierna!
— ¡Mira ese ombligo!...
— Ahora la cabeza.
— Abre el bitoque. Otra vez. Agua....
agua... agua... más agua... más...
— ¿Tienes un cepillo en tu cuarto?
— Espera....
En tanto el joven mendigo, allí, en me-
dio del baño/ permanecía ciego, mudo, im-
pasible, como extático, diríase sin movimien-
tos, agotadas las fuerzas en los resortes de
su organismo, tal un muñeco en una fiesta
de muchachos locos...
— Toma y refriega fuerte.
— ¿Sabes una cosa?
— ¿í.
— Para esto no basta el agua... ¡Pobre
cabeza!
Los dos amigos se miraron expresiva-
mente.
Y Juan salió de nuevo y con más pre-
mura en busca de la botella del kerosene...
- 160
Esa tarde, ya aseado y vestido, el mendigo
fué comensal en la mesa del poeta. Contó
una historia triste y comió poco.
III
Gracias á la decisiva influencia de sus
benefactores al poco tiempo el joven men-
digo prestaba en el hotel sus servicios de
mozo de limpieza.
Trabajaba con tezón desde el amanecer
hasta altas horas de la noche en que la casa
cerraba sus puertas. Todos alababan la no-
ble y regeneradora acción del poeta pero
nadie, aún, se había atrevido á interrogar al
mendigo de ayer respecto á su opinión sobre
aquella. Unos por consideración, por delica-
deza; otros por indicaciones del mismo poeta
á quien tanto deseaban complacer los clien-
tes del hotelucho y, los más, porque la ac-
-161-
titud del mozo no les daba pié ni entrada en
su intimidad.
Y esa actitud desconcertadora había con-
cluido por desesperar al poeta. ¡Jamás un
rayo de júbilo en esos ojos! ¡Nunca una son-
risa en esos labios! ¡Siempre, en el gesto, la
misma desesperanza! ¡Y ese silencio!.. .¿Por
qué?
Un día....
Reunido estaba el grupo de íntimos ro-
deando la mesa grande del comedor. Se
charlaba vivazmente, terminado el almuerzo.
El poeta, como siempre, era el alma de la
reunión. De pronto, con sus titiles de lim-
pieza bajo el brazo, apareció el muchacho re-
cojido en las calles hacía ya horas...
Juan, su segundo protector, discreto hasta
ese instante, sintióse dominado por un Ím-
petu de imprudencia. Le llamó y, á boca de
jarro, le espetó tres preguntas seguidas que
obtuvieron una sola respuesta.
— ¿Estás contento?
— ¿No podrás negar que te hemos trans-
formado en un hombre?
— ¿Ni decir que la caridad es mala cosa?
— 152 —
La contestación del muchacho fué una
evasiva.
— Si señor , así será...
Juan, visiblemente incomodado, miró al
poeta. Este hizo un movimiento nervioso
que el amigo interpretó como un deseo de
saberla verdad, toda la verdad.
Entonces interpeló al muchacho con ru-
deza. Le dijo:
— ¡Pero tú no eres un imbécil! ¡Habla,
por Cristo! ¿Dudas de la caridad?
El muchacho se irguió todo entero y habló
dejando caer las palabras, una á una, como
si fuera sacándose del fondo de su ser un
peso enorme, — cuatro mil kilos de angustia,
— con el cual ya no pudiera.
— La caridad, dijo, sí, la caridad es una
buena cosa... Por mi ha hecho lo que por
nadie.... ¡Y á mi me ha hecho sirviente!
Y se alejó con todo el aire de un hombre
que quisiera huir hasta de si mismo.
En la mesa ,no reia nadie. El poeta esta-
ba rojo de vergüenza.
Ahora, solo ahora, sabía la verdad; toda
la verdad...
De Pueblo
EL INFRACTOR
— ¿Yo, servir? ¡No! Ni me enrolo siquiera.
¿Pa qué?
— ¿Y si te agarran?
— Eso es otra cosa. Al fin y al cabo si me
agarran, bueno; me harán marchar á la
fuerza, pero mientras tanto yo no me ofrez-
co, como un cordero, para que algún be-
llaco, de esos que hay tantos en los ejér-
citos, pretenda molerme á palos con el
pretesto de que no sé maniobrar como un
títere. Yo, muñeco no soy de nadie, y
acordáte, si por desgracia me pasa algo
malo, que la culpa será de ellos.
— 166-
— Vas por mal camino hermano y no te
arriendo las ganancias. Fijáte que ellos son
los que tienen la fuerza.
— Y nosotros también ¡que diablos! Digo
nosotros, el pueblo. Y si no fuéramos tan
mandrias otro gallo nos cantara. Un po-
quito de corage no más y ya verías como
cambiaban las cosas.
— ¿Pero entonces vos queros resistirte
contra la ley? Eso no se puede, che. ¡Con-
tra la ley no pelea nadie!
— ¡La ley! ¡La ley! ¿Y que te has creiclo
vos que es la ley? Una maldición pa nos-
otros, los pobres, los desgraciados. .
— La ley es igual para todos, hermano.
— Y aunque así fuera. No la acepto si
ella está contra lo que yo siento. ¡Cuantas
veces la ley no es sino el capricho ele un
maula!
— No te entiendo, hermano. Vos lees li-
bros, te embaruyás la cabeza y me decis
después á mí cosas que no he escuchao en
la vida.
— Mira hermano. Antes, cuando yo era
más muchacho y veía una injusticia — ¡y
he visto tantas! — se me alborotaba la san-
-167-
gre y me ponía ciego de rabia. Yo creía
que los hombres, los que mandaban, eran
todos malos, que nosotros, los que sufría-
mos, eramos tocios buenos y que contra
esas cosas no había remedio. Hoy, en cam-
bio, sé que ellos, los que á su antojo ha-
cen leyes, son unos pillos y nosotros, los
que sin decir nada aguantamos, unos sonsos.
— ¡Y, bueno! Hay que conformarse; así
tendrá que ser, no más.
— Es claro. Y como ellos saben que nos-
otros, los de abajo, nos hemos de confor-
mar, no más, apretan las clavijas que es
un gusto. ¡Hasta que estalle la cuerda!
— ¿Que querés, entonces? ¿Hacer como Mo-
reira y pelear á la autoridá?
— ¿Y porque no? Pero con más concien-
cia que él, porque Moreira peleó como yo
lo hubiera hecho cuando veía una injus-
ticia y me ponía ciego de rabia. Peleó sin
pensarla...
— ¿Así es que hoy vos sos más todavía
que Moreira? Mira que ese pa mi que ni
esistió, apesar que hay quien diga que lo
Jha conocido...
— Bueno ¿pero vos crees que yo eissto?
-168-
— Si no me mienten mis ojos te estoy
viendo.
— Sabe de una vez por todas, entonces,,
que yo no sirvo en el ejército y que ni
siquiera me enrolo. Y ahora contéstame
una cosa. Si todos, todos entendóme bien,
hicieran lo mismo ¿con quien formarían
ejércitos los gobiernos?
— Hermano, me pones en un apuro. La
verdá es que no sé que contestarte.
— Pelearían ellos solos. ;Vos crees?
G
— ¡De juro! Has acertao.
EL REBELDE
Mira hermano, es inútil que te aflijas
y te sacrifiques. ¡Todos son piores! En la
primera reunión, es cierto, como si lo vie-
ra, ni uno dice que no y votan por la
huelga como tabla. El que menos es capaz
de hacer volar la usina eléctrica, hundir el
depósito de aguas corrientes ó quemar los
cables del tranway antes de volver á em-
puñar la herramienta. Pero después... ¡Ay,
hermano! no me digas. Los conozco como
á mis manos. No sirven ni pa insultarlos.
Resulta que una vez metidos en el beren-
genal, solo unos cuantos aguantan. Este
170
porque lo habló el patrón y le prometió
no se qué, hacerlo capataz quizá; aquel por-
que lo amenazaron con expulsarlo del país
si seguía á los compañeros; el de más allá
porque ¡que se yo! porque no está confor-
me, dice, con la comisión nombrada para
dirijir el movimiento; en fin, que hay no
más tenes vos casi dos docenas de mandrias
que entran al taller el primer día en que
se declara el paro. Y no hay remedio: con
esos cuantos el patrón se hace el fuerte y,
al poco tiempo, ¡zas! ya está de nuevo casi
todo el personal antiguo trabajando ¡Y en
qué condiciones!... Solo quedan afuera, pa-
ra aporriarse de lo lindo, los verdadero's
valientes, ó los sonsos como vos que ya no
podes ni lamberte de puro pobre... Sí, her-
mano, convéncete: ¡todos son una punta de
flojos, cobardes, traidores y sinvergüenzas!
Y que querés, che. A mi me parece que
hacen bien en castigarlos. Deja no más que
les sacudan hasta que revienten. ' ¡Y qué
diablos! Vos hacete el chiquito y en cuan-
tito podas mostrá el diente grande y pega
el bocado que bien te lo mereces...
— Estás macaniando, hermano: y de lo
— 171 —
lindo. Pero seguí no más que para tocio
tengo lista la contestación. Primero decime
¿cuántos motormanes y guardas de la em-
presa en huelga lian tomado trabajo?
— No embromes, che. Pónete, si querés,
en el mejor de los casos y hace de cuenta
que es cierto que todo el personal se ha
mantenido firme. ¿No sabes vos que casi
todos los que se quedaron sin chapa en
la empresa de tramways se han pasado al
ferrocarril? — Se fueron de rompehuelgas...
¡Pucha digo, con los hombres sin conciencia
y sin nada!
— Para el carro, che. Ahora ya no estás
macaneando sino mintiendo: y eso es más
grave.
— Te lo puedo probar, si querés. Con
ellos han reemplazado á los guardas del
Rosario. Y — ;la cabeza te jugaría! — si hoy
se declararan en huelga los mayorales del
tranway los primeros en ofrecerse para
reemplazarlos serían los guardas de la Con-
federación ferro-carrilera. ¡Que me vas ha
decir, hermano! Esto no tiene vuelta de
hoja. ¿Y vos crees todavía que así es po-
sible hacer algo serio? No embromes, te
-172—
digo, lo único que conseguiremos, al fin, es
que los patrones, los dueños y las empre-
sas se sigan riendo de nosotros, aj3rove-
chándose de nuestra necesidad y de nues-
tra ignorancia.
— Déjame hablar un momento y voy á
explicarte el caso. Vos crees que la huelga
es un fin cuando solo es un medio, un
arma.
— ¡Vaya un arma linda que siempre se
vuelve para el lado de quien la empuña!
¿Querés que yo te diga como hay que ha-
cer para que la huelga sea verdaderamente
un arma?
— Te lo dejo hablar todo á vos; estás en
vena, no hay vuelta. Me callo, pues.
— Bueno, escúchame entonces. Im ajiné-
mosnos, por ejemplo, el movimiento del otro
día, el de los empleados de ferrocarriles.
Si el primer día de declarada la huelga se
hubieran reunido los más guapos, los más
hombres, los más convencidos y hubieran
resuelto, por sí y ante sí: primero, hacer
la exjDOsición de lo que deseaban; después
esperar y esperar muy poco, se entiende.
Ahora bien, imajinémosnos que llega la ne-
173
gativa de la empresa. ¿Cómo se contesta?
Haciendo saltar un puente, dos puentes,
diez puentes. Segundo. Después del hecho.
Nueva exposición de lo que se desea. Nue-
va negativa. ¿Como se contesta? Con la
muerte del gerente, del primer emperrao
que se cruce en la vía...
— ¡Ajajá! Y ya estamos en plena revo-
lución ¿verdad?
— ¿Y porque no? ¿Quien puede adivinar
lo que produzca una chispa?
— ¡Ah criollo ignorante y bárbaro!
— ¿Bárbaro? Puede. Pero para mí que los
bárbaros, los ignorantes son ellos, los que
solo hacen las cosas á medias....
un humero
Después de la huelga, que esa vez fué un
nuevo fracaso para los obreros, tres quince-
nas habían pasado sin que, al igual de la
mayoría de sus camaradas, Luis Robles, con-
ductor de tramways desde hacia cinco años
en la empresa «Metropolitana», encontrara
donde ganarse el pan del día.
Inútilmente habíase ofrecido hasta de peón
albañil, recorriendo de punta á punta las
calles febriles de la ciudad egoísta.
— No hay trabajo, amigo... Aún tengo
gente de sobra. Otro día será.
Y así todos. Parecía que los capataces y
—176—
encargados trasmitido se hubieran la frase
de orden.
— ¿Qué hacer? decíase Luis Robles, cru-
zándose de brazos como un vencido, cuan-
do sintió agitarse en su mente una idea al
parecer salvadora.
En la otra empresa, en «La Nueva», él
sabía que necesitaban personal. Pero tenía
forzosamente que presentarse á ella con re-
comendación y con nombre falso.
Pedir la recomendación tenía á quien pero
lo segundo le repugnaba. ¡Tener que ocul-
tar su nombre como un ladrón cualquiera y
para pedir trabajo! Era un colmo.
Las empresas, para defenderse, decían, del
mal personal, tenían establecido un convenio
según el cual pasábanse listas en que cons-
taban los nombres y señas individuales de
los empleados despedidos por cada una. Por
ese mismo convenio se comprometían á no
dar trabajo á ningún obrero que se encon-
trara en tales condiciones.
A pesar de la repugnancia que el caso le
inspiraba, Luis Robles se decidió después de
llegar á una conclusión terrible. Se dijo:
-177—
entre morir ó mentir, mentir. Y resuelto á
ello acudió á su protector.
— Tiene usted que presentarme á la com-
pañía con nombre falso. Y explicó detallada-
mente el motivo. — Es una vergüenza ¿ver-
dad, señor?
— No hay otro medio contestó el pro-
tentor que era todo un hombre. Por lo de-
más usted tiene el derecho de hacerse llamar
con el nombre que más le guste ó le cuadre.
¿Cómo quiere llamarse usted? ¿Juan, Pedro,
Antonio?
Sin darse cuenta contestó Robles: así está
bien señor, como Vd. dice.
El protector lo miró. En seguida tomó la
pluma y escribió, repitiendo: Juan Pedroan-
tonio....
El otro se apercibió. No puede ser así,
señor. Esos son tres nombres juntos. Falta
el apelativo.
Mire usted, dijo el protector.
El otro leyó. Bueno, presénteme no más.
Así me llamo. Y Juan Pedroantonio, al día
siguiente de presentarse en la empresa, tuvo
trabajo.
Por la noche, al dejar el servicio, se le
—178—
avisó que debía presentarse á la gerencia
á primera hora. ¿Para qué? se dijo Robles. -
Y arrugó el ceño.
Al día siguiente fué. Un agente de po-
licía secreta le esperaba en la oficina junto
con el gerente. Luis Robles conocía al sa-
bueso porque un camarada había sido ya
su víctima.
—¿Es él?
—Sí.
— ¿Luis Robles?
— Puedo asegurarlo.
— Efectivamente está en lista.
— Usted ha sido un huelguista de la otra
empresa.
— Es verdad, contestó Robles, con una
tranquilidad aparente que hizo cambiar de
postura al sabueso.
— ¿Por qué ha venido usted á engañar
á la empresa dando un nombre que no es
el suyo?
— Pero, señor gerente, dígame ¿concibe
usted, en realidad, que pueda yo tener algo
mió? Vamos á cuentas. Dice usted: un nom-
bre que no es el suyo. Muy bien. Esto
quiere decir entonces que yo tengo un
■179-
nombre, que es mío. ¿No es asi? Bueno.
Suponga usted, ahora, que yo soy dueño
de una moneda de cobre. ¿Estamos? Sí.
Pues bien, suponga usted que á mí se me
ocurra tirar á la calle esa moneda. ¿Tenía
derecho? ¿Podía hacerlo? Sí. Pues, exacta-
mente: yo he tirado mi nombre á la calle,
porque era mío y he hecho con él lo que
con la moneda.
— Eso no puede hacerse. Es un delito
condenado por las leyes. ¡Ya verá usted!
— ¡Lo vé! contestó Robles. Y se le nubló
la frente. ¿No le decía?
— ¿El qué?
— Que yo no tengo nada, señor. jNi nom-
bre, siquiera!... Pero ahora reclamo un nú-
mero.
— ¿Un qué?
— ¡Un número, he dicho!...
Y lo abrió de una puñalada.
¿PñRñ QUE?...
— ¡No se jDuede pasar! ¡De vuelta le digo!
— Voy hasta la media cuadra, agente: me
va hacer perder un viaje...
— ¡No se puede, le digo! De vuelta, y
pronto ¿entiende?
— ¡Ni que fuera resorte!
— ¿Qué dice?
— ¡Pucha, qué tono! ¿Donde lo ha com-
prao? ¿Se puede saber?
— ¡A que lo hago dir preso enseguida^ ¡A
ver el número!
— ¡Cero... y uno! Pero á la izquierda. ¡No
valgo nada yo!... Mire bien: diez puntos.
.182
— Yo le voy á enseñar que me tome pá
la risa. ¡Ya está anotao, sabe! Preséntese
ahora mismo en la comisaría. ¡Allí le van
á dar!
— Ya sé. La masita. Y, con su parte, pena
é muerte ¿verdad? Escuche el canto:
De miedo me estoy muriendo...
Interrumpe el diálogo otro coche que
llega. Es de plaza también. Al verlo el
agente corre á detenerlo.
— Hermano, canta el primer auriga:
Por la calle del Parque
No se puede pasar....
Ni por ninguna ya, sin hacer siquiera una
estación en la comisaría. Da vuelta, pronto,
ó te toman el írúmero con orden de pre-
sentarte. Y todo ¿por qué? Porque una niña
se casa aquí, en la cuadra de la iglesia, y
han dado instrusiones para que solo pasen
las libreas.... ¡Qué corte Agapito!
En esto llegan dos coches más. Un place-
ro y otro de lujo. El agente, desesperado,
dá órdenes terminantes con el fin de que
el coche paquete no sufra demoras. Es cu-
rioso observar al cochero con librea. Tiene
-1S3-
en su aspecto reflejado todo el orgullo de
los señores. Se diría que contempla á los
colegas pobres con desdén dominador.
El primer placero habla:
— ¡Abrí cancha, hermano, que vá á pa-
sar su señoría!
— Continúe usted, dice el agente.
El cochero de librea castiga al brioso
tronco. Uno de los caballos tropieza, dá un
salto y cae sobre uno de los coches, se le
enredan los tiros y hay un momento de
pánico porque las señoras que van dentro
gritan asustadas.
— Usted también vá á clir preso ahora,
— ¡Yó! ¿por qué?
— Porque ha interrumpido el tráfico.
-¿Yo?
— ¡Hágase el sonso, no más! ¿A ver el nú-
mero?
— ¡No te dije, hermano! ¡A la estación!
Marcha no más, porque este no entiende
de chicas.
— Pero vea, agente...
— ¡Qué vea, ni que agente! ¡Preséntese,
le digo! Y no hable más ¿oye?...
■184-
Resignados los cocheros siguen por la
calle traviesa. Después:
— Y aura ¿que me decis vos de la auto-
ridá?
— Francamente, hermano, que no la en-
tiendo. Imagina te que si me hubieran dejao
pasar á mi ya estaría yo del otro lado, lo
mismo que vos y el de librea también, mien-
tras que ahora...
— Sí, pero alvertí que si nos dejaran pa-
sar a todos, así no más ¿para qué iba á ser-
vir entonces el vigilante?
— Tenes razón ¿para qué?....
un ñLZAO
Soy de los corren tinos, es cierto. Yo vine
en un grupo como de cincuenta. Nos em-
barcaron de balde, diciéndonos que Íbamos
para la gran capital donde nos pagarían una
barbaridá por un trabajo de nada. Yo, á
la verdá, dibe bueno, primero porque esta-
ba cansado de la vida perra que hacemos,
allá en el campo, nosotros los pobres crio-
llos. Y después, también, por que me gusta-
ba salir á conocer lo que pasaba por estos
mundos tan lindos al parecer.
Francamente, la cara del gringo que nos
contrataba no era como para dar confianza
186-
á nadie, pero como yo sabía que el hábito
no hace al monje, y como también conosco
cara de angelitos capaces de matar á la
madre; y como sé otras muchas cosas que
ahora me callo porque quiero, me embarqué
no más, largándome con viento fresco para
caer aquí, á esta gran ciudá, donde ustedes
me tienen más embromado que nunca, y ra-
biando como una vibora porque nos han
engañado, mareándonos como á perdices.
Imajinense que nos dijeron que veníamos
para un trabajo muy liviano, muy fácil, y
que nos- pagarían lo que quisiéramos porque
aquí no había gente desocupada. Y bueno.
Llegamos y — ¿qué se creen ustedes? — nos car-
garon con bolsas de setenta kilos, mesmito
como á burros, y vean, no es mentira, yo
estoy medio deslomado, tengo las carnes re-
ventadas y casi no puedo moverme. El pri-
mer día trabajamos once horas. Como no
estamos acostumbrados á este trabajo, car-
gábamos mal las bolsas y los capataces nos
retaban. ¡Jué pucha! ¡que estrilo! Y lo pior
de todo es qué enseguida no más supimos
que nos habían traído para que reemplaza-
ramos á otros trabajadores alzados en huelga
18;
porque tenían sus motivos. Después, uno
de ellos, más ladino que un loro enseñado,
nos hizo ver que nosotros no debíamos se-
guir en los buques porque perjudicábamos
la causa de todos. Al principio no le hici-
mos caso pero al día siguiente volvió y, co-
mo el hombre era simpático y sabia hablar
lindo, algunos le escuchamos. Entonces un
capataz quiso echarlo. El le contestó ele
mala gana y se tomaron en palabras. Des-
pués vino la policía y se lo quiso llevar. Fué
cuando nos indignamos porque el hombre
no había hecho nada malo, según nosotros,
sino decir sus ideas. Y eso no se le puede
prohibir á nadie, que yo sepa. Pero se lo
llevaron no más sin ciar razones y balaque-
ando sobre no se qué clase de libertades...
En el primer momento me clió risa más
bien, pero en seguida se me subió la ver-
güenza á la cara y dije fuerte que el ex-
tranjero estaba en su derecho y que era un
abuso tratarlo así aunque no fuera del páis.
Y aura van á ver cosa linda. El mismo ca-
pataz ó patrón, yo no sé, me amenazó tam-
bién con la policía y dijo que con todos
harían lo mismo si nos descuidábamos....
—188 —
¿Saben ustedes lo que hice yo entonces? Pues
ahí no más me bajé la manga de la camiseta,
me le paró frente á frente y, lleno de co-
rage, le grité cuatro verdades, dejé el trabajo
y me largué á la calle pensando, más que
nunca, en que el extranjero tenía razón y
que el vigilante que lo llevaba era también
algún otro pobre diablo, algún otro pobre
correntino engañado, como nosotros con el
trabajo, con el uniforme y la lata....
"MILONGA" Y "GORRITA"
EM SEMANA SANTA
— Decíme Milonga ¿vos crees en Dios?
— ¿Me hablas en serio hermano ó querés
titearme?
— ¿Porqué?
— ¡Porque eso no se pregunta así, che!
— Si te has enojao, me callo. Pero, pa mi,
que te haces el resentido porque no sabes
qué contestar. Y eso ha de ser de miedo
no más...
— De miedo ¿y á quien?
190-
— A Dios, pues.
— Bueno, mira, te voy á hablar claro pa
que no digas que te esquivo. Yo creo en Dios
sabes, porque alguien tiene que habernos
hecho á nosotros.
— ¡Ahijuna el alguien ese!
— Che, bárbaro; si hablas así, me largo
solo con viento fresco.
— Pero mira te bien hermano y clesi si el
que nos hizo podía tener entrañas...
— Eso es salirse de la cuestión. Vos me
has preguntao si creo ó no creo en Dios y
yo te. he dicho que sí y porqué.
— ¿Porque alguien nos hizo [á nosotros
¿verdá?
— Está claro. Y al mundo, y á las estre-
llas, y al sol, y...
— Y hace el servicio, hermano, de suge-
tar el pingo porque vas á rodar. ¡A la fija!
— ¡Estás fresco! ¿Entonces vos queros de-
cir que nadie hizo todo, lo que estamos
viendo?
— Yo no he dicho nada todavía.
— Pero yo se que eso es lo que vos pensás .
— ¡Ni brujo que fueras!
191
— Decline ¿y quien te hizo á vos, en-
tonces?
— Mi madre, pues.
— ¿Y á tu madre?
— ¿Dios querrás decir, no?
— ¿Pero no vés que entonces á Diostam.
bien habrá tenido que hacerlo alguien?
— ¡A Dios!
— ¡Claró está ¿ó Dios nació solo, entonces?
— ¿Quien lo hizo á Dios, decline?"
— Ya te veo venir. Estás pensando en
mentir, hermano.
— No. Estaba pensando en que había sido
algún otro Dios, che...
— ¡Palos pavos! Ahora sí que me parece
que el que me ha titiao sos vos. A Dios lo
parió un mosquito... Y el comadrón fué un
alguacil... ¡Te lo juro, Milonga! Por esta f
LA ASAMBLEA
HUELGUISTA
La asamblea huelguista rumoreaba. El
éxito de los discursos pronunciados había
sido enorme. De repente un grito estentó-
reo cortaba los aires y, cruzando el salón,
como una flecha, iba á clavarse en los oidos
de todos los compañeros que repetían el
grito con la suma de fuerza acumulada,
por excelentes pulmones, durante muchos
años de silencio lacayuno. Y era algo así
como un despertamiento el claro de luz in-
-194—
terior que se revelaba en los rostros de
aquellos hombres, reunidos con el fin de
encontrar la forma de obtener la deroga-
ción de una ordenanza municipal que les per-
judicaba. Esta ordenanza imponía al gre-
mio cocheril de la gran ciudad el pago de
un nuevo impuesto, con el agravante de que
se les exigía el uso de una libreta y de un
retrato, exactamente como á los rufianes y
prostitutas. ¡Era un colmo!
Había que protestar, bravamente, contra
esta vejatoria imposición sostenida por el
capricho, la terquedad, de un pobre ente
ensoberbecido, intendente fantoche que no
vio nunca más allá de la punta de sus en-
tecas narices.
— ¡Abajo la libreta! ¡Abajo el retrato!
Y sobre la mesa de la comisión organi-
zadora de aquel movimiento cayeron, he-
días pedazos, en blanca lluvia de papel, los
pequeños libros acompañados del negativo
revelado, que días antes un grupo de con-
ductores recojiera en la oficina respectiva.
Nuevos aplausos estruendosos y nuevos gri-
tos estentóreos conmovieron la atmósfera
de la sala.
—195—
Pero algo había en el semblante de aque-
llos hombres que expresaba lo inexpresa-
ble. Algo que era así como el gesto ele dis-
gusto de una vaga aspiración no satisfe-
cha; algo que el observador sagaz podía
traducir por el reflejo de una idea en em-
brión, gesta inconsciente de un pensamiento
no concretado todavía, casi no formulado
aiín, en germen, que esperaba un rayo de sol
que lo fecundara, una caricia de luz que,
en la placa cerebral, lo fijara definitiva-
mente.
Por eso al aparecer, fuera de la tribuna
oficial, el orador revolucionario, hubo un
momentáneo silencio anunciador de cosa, en
realidad no esperada, pero, si, instintiva-
mente presentida.
— Seré breve. No he venido aquí con la
única intención de aumentar el número de
los que gritan, comenzó el orador.
— ¡Abajo la libreta! ¡Abajo el retrato! in-
terrumpió alguien.
— No tengo libreta que romper, ni re-
trato que borrar, continuó frió, impasible,
casi glacial, con voz tan severa que atrajo
de golpe la profunda atención de los huel-
196-
guistas. Todos vosotros, estoy seguro de
ello, habréis roto la libreta y borrado el
retrato; pero también, estoy seguro de ello,
conserváis la librea. ¡Abajóla librea! debería
ser, pues, la voz que saliera, impetuosa, de
vuestro labios, como fruto de una idea bien
madurada en vuestras huertas intelectuales.
Mientras no tengáis el corage de destrozar-
la ¿para que afanaros en romper aquello que
no representa si no la parte más superfi-
cial, el detalle más mínimo de la verdadera
cuestión, del único problema? ¡Que haya un
artículo de menos en vuestro reglamento
no quiere, no, decir que dejéis de ser sir-
vientes, que dejéis de ser lacayos! El asunto
está, entonces, en dejar de ser sirvientes, en
dejar de ser lacayos. Eso representa, para
mi, destrozar la librea.
Algo más arguyo el orador revoluciona-
rio en pro de esta idea, y en medio de una
intranquilidad elocuente, — esta vez el voca-
blo es irreemplazable, — dio término á sus
palabras.
Al poco rato la asamblea pensativa se
disolvía en silencio.
CORAZÓN
Tiempo de huelga. Dolor obrero flotan-
do en el ambiente caldeado de las asam-
bleas, sobre las cabezas altivas, en las fra-
ses vibrantes de indignación y de justicia,
evocadoras de cuadros y escenas donde la
vida miserable de la familia productora
se destaca con colores de tragedia; en el
taller, en la calle, en el salón público y
en la cárcel; frente al torreón moderno de
la fortaleza capitalista, entre el tumulto
ciudadano, chocando pechos desnudos con-
tra sables homicidas; en el tugurio triste,
resistiéndose contra el hambre de la pro-
-198-
le mártir: en todas partes, en fin, porque
en todas partes está encendida la fiebre
de la lucha actual, en que se debaten la som-
bra del error pasado y la aurora esplendo-
rosa de las edades de gloria por venir.
Escenario: el río, un rincón de playa del
Plata dulce, arenoso y turbio. Personajes:
un niño, dulce también como sus aguas, in-
quieto como sus ondas, cabecita de oro, lu-
ciendo al sol; y un hombre forjado en yun-
que, atleta de cuarenta años, músculos de
hierro, ojos francos de mirar fijo, frente al-
tiva, ademán brusco. Tarde templada. Luz,
color, vida en el aire estremeciéndolo todo.
El niño interroga al hombre.
— ¿Dime, tú trabajas en casa, verdad, en
el taller de papá?
— Hasta hace tres días, si; dice el hom-
bre. Hoy no.
— No ¿y por qué? ¿Ya no puedes ó no
■199-
quieres? ¿Eres haragán también tú? ¿Te
has ido con los de la huelga?
— ¿Te interesa mucho saberlo?
— ¡Eh! á mí no ¡qué diablos! ¿Que puede
importarme? Prefiero pescar. ¿Me ayudas?
Aquí tengo anzuelo y caña. ¡Mira cuanto
hilo! Y el niño alarga al hombre un gran
ovillo, cien metros lo menos. Hazme un apa-
rejo ¿quieres? Así sacamos más. Te traeré
en que sentarte y trabajas. Y en dos brin-
cos llegase hasta una gran piedra distante
como diez metros. De allí grita: ¡Eh! ¿sa-
rjes? No puedo con ella. Ven tú.
Maquinalmente el hombre avanza. El
atleta piensa. Ya hacia el niño llevando
en sus manos hilo y anzuelos. Cuando lle-
ga hasta la piedra, el niño está ya sentado
sobre ella y dice:
— Estoy cansado, trabaja de pié un ra-
tito y después te la doy Yo te ayudaré tam-
bién. Tendré el ovillo mientras tú vas atan-
do los ganchos. ¡Ah! ¿Sabes de lo que me
acuerdo? Del dia aquel en que tú, en el
taller, me hiciste un barquito de fierro.
Pesaba mucho y se undía en el agua. Yo
lo probé y no servía. ¿Por que me nega-
—200-
ñaste? Se torcía y se inundada en seguida.
Charlatán de por sí, el niño y alborotado
por los recuerdos, iba á seguir hablando,
cuando el hombre, tomándole en sus bra-
zos, le sorprendió así:
— A ver, contéstame y pronto. ¿Cual es
tu mayor deseo? Hoy, ahora mismo ¿qué
pedirías á quien jmdiera colmar tu ambi-
dión, dártelo todo?
— El niño se quedó mirándole asombrado
pero no confuso.
— Mira, le dijo, yo, ahora ¿sabes? ¿todo
lo que quisiera? es poco lo sé pero no im-
porta. Ya he pensado muchas veces en eso.
— ¿En qué? dijo el hombre.
— ¿En qué? En eso, pues, de que tú ha-
blas, en mi mayor deseo. Yo quisiera ¿sa-
bes? ser el dueño, el patrón del río.
El hombre se quedó mudo un rato y el
niño, viéndole así, le azuzó diciendo:
—Pero ¿y qué? ¿Te parece poco? ¿No tie-
ne patrón el río?
El atleta reprimió un impulso. Después»
— ¡No, pero lo tendrá! ¡Y el aire, y la luz,
la lluvia, el sol, la vida, todo! ¡Lo tendrá,
lo tendrá! Y, sin mirar de nuevo al niño,
-201-
Imyó como un loco. De quedarse le hubie-
ra aplastado con la misma piedra que le
sirviera de asiento.
Esa noche, en la asamblea obrera, pro-
nunció tres discursos. Solo así pudo el atle-
ta dar curso á la violencia que la frase del
niño despertara en su ser. Al pronunciarla
él le hubiera estrangulado. Se salvó hu-
yendo y fulminando desde la tribuna in-
cendiaria á todos los enemigos presentes
y futuros. Antes de dormir un pensamiento
le apesadumbró momentáneamente: haber
engañado al niño cuando le hizo el bar-
quito...
Simbólica
HÉRCULES...
Talla enorme. Diríase un Hércules cari-
caturado. Pero un Hércules bondadoso. Se
le quería y admiraba por obrero hábil y
de una integridad total. No había una man-
cha en su vida. Tuvo dos cultos: la amis-
tad y la causa. Defendía el derecho de los
forjadores de vida, de los que, Gomo él, ba-
tallaban en el taller moderno, esclavos del
capital. Hablaba poco y accionaba siem-
-206-
pre. No escatimaba nunca el esfuerzo y
allá donde era necesario un brazo ó una
partícula de cerebro estaba listo el suyo
para el sacrificio, dispuesta la partícula pa-
ra arrojarse como germen. Valor lo tenía á
todas horas jDara brillo de los suyos y men-
gua de los enemigos. Luchador, como nin-
guno, parecía dotado por la naturaleza de
los mas altos atributos de hombría.
La exageración de sus formas dábale un
aspecto raro é impresionante. A ser adusto
hubiera causado temor al mas decidido. Pe-
ro , en sus labios la sonrisa era habitual y
ella borraba, segura y rápida, el primer
movimiento de disgusto sentido al chocar
con su silueta. Sus ojos claros, de una cla-
ridad abismática, ponían después una nueva
duda en el espíritu de quien le contempla-
ba por primera vez pero, si hablaba, vol-
vía la duda á desaparecer arrastrada por
el ademán gentil y suave, por la voz im-
pregnada de ternuras aunque serena y clara
y sin una debilidad en la emisión.
Una vez, en una asamblea de obreros
huelguistas á los que él pertenecía, tu-
vo ocasión de poner á prueba, como nun-
-207-
ca, la pujanza ele sus músculos y la en-
tereza de su ánimo. La policía, confiando
en la audacia y la sorpresa, tentó un golpe
de mano para disolver la reunión y, á no ser
por la actitud heroica del Hércules, á buen
seguro logr áralo sin grande dificultad. Allí,
en la puerta del salón asaltado, casi solo,
porque hasta era .un peligro combatir á su
lado, puso á raya á los salteadores unifor-
mados blandiendo sobre sus cabezas y, á
guisa de masa, un banco ele madera.
El enemigo huyó, maltrecho, escepto un
oficial criollo, el jefe de aquella banda, quien,
revolver en mano y sintiendo despertarse en
él todo el instinto de guapeza heredado de
sus abuelos, esperó, á pié firme, al Hércules
en el terreno que creía conquistado. Avan-
zó el héroe y sonó el primer disparo. Todos
creyeron ver: la bala había dado en pleno
pecho; pero el héroe siguió su camiuo en
derechura al sayón. Este, sin inmutarse al
parecer, hizo jirar el tambor del arma y
otro fogonazo incendió el aire. Los circuns-
tantes volvieron á ver: la segunda bala aca-
baba de encontrar idéntico alojamiento que
la primera en el pecho del Hércules que
-208-
avanzaba siempre. Entonces, lívido de co-
raje ó de rabia, el oficial pretendió ensayar
de nuevo. Ya no era tiempo: sobre su ca-
beza se ajitaba la masa, el banco, que descen-
dió, formidable, abriéndola en cuatro. Solo,
sin ayuda, el Hércules, atravesado el cuerpo
por el plomo legal y homicida, salió á la
calle donde incitó á los remisos, reunió á su
alrededor á los suyos y, escoltado, con asom-
bro de las gentes, cruzó la ciudad en direc-
ción al barrio obrero donde tenía su guarida.
Un mes después su palabra volvía á oirse en
las. asambleas obreras impregnada de ter-
nuras.
En otra ocasión, triste ocasión por cierto,
exteriorizó su generosidad realizando un acto
que, á no ser suyo, hubiera asombrado á to-
dos. Un compañero de taller había muerto
dejando hijos y mujer en estrechez lastimo-
sa. El Hércules vio el cuadro miserable y se
propuso remediarlo solo. Acudió á su casa,
tomó de ella todos sus útiles de obrero, todos
sus ahorros, todo lo que había de algán va-
lor, en fin, y corrió á realizar los objetos en
el primer bric-á-brac con que tropezó en la
calle. Ese mismo día la mujer, afligida, re-
-209-
cibió en el apretón de sus manos de coloso
el importe de todo su haber sobre la tierra.
Así era él. Impulsivo en la bondad, gene-
roso hasta la esplendidez y el sacrificio: va-
liente hasta la temeridad; Hércules siempre...
II
Un día corrió entre los amigos del Hér-
cules la sin par noticia. Estaba enamorado...
Nadie había pensado jamás que aquel hom-
bre-montaña pudiera tener novia. Por otra
parte nadie, asimismo, pudo hacer recuerdo
de haberle conocido alguna relación amoro-
sa. Y esto, ignórase el motivo, no fué causa
de extrañeza. Lo era sí, lo otro, el que tu-
viera novia. Grande fué, pues, la curiosidad
despertada por conocerla. ¿Quien era ella?
El asombro redobló al saberse. Pequeña pero
armoniosa. Una figurita vivaracha, elegante,
- 210—
frágil en apariencia, sévres viviente. Tal era
ella, la novia del coloso. Al evocarla uno.
imaginábase verla quebrarse, hacerce peda-
zos en sus descomunales manos. ¡Pobre figu-
rita!...
Cómo aquella porcelana animada, aquel
ser delicado de contextura endeble, había fi-
jado sus picarescas pupilas en el armazón
formidable, en la estupenda fachada de aquel
jigantón terrible, pese á su sonrisa permanen-
te y bondadosa y á las condiciones excelsas de
su corazón magnánimo, fué cosa ignorada
hasta hoy. Bástenos saber que ella le amó
porque el amor tiene cintas para medir to-
dos los cuerpos y rodearlos con lazos fuer-
tes, así sean ellos más anchos y más eleva-
dos que el del mismísimo Atlante.
Hetraídose había el Hércules de todos los
sitios adonde solía encontrarse con los ami-
gos y camaradas. Tiempo hacía que su enor-
me presencia no animaba las reuniones
obreras donde antes fuera infaltable, ni los
cafés adonde entraba como en casa propia
saludado y admirado por la mayoría de los
parroquianos. En cuanto á los compañeros
de taller tampoco sabían palote ele su vida.
211
No iba al trabajo desde que se supo la no-
ticia, la gran noticia de sus amores. Alguien
que le viera por casualidad y le intervistara
en la calle dio sobre él datos extraordinarios,
que. corriendo de boca en boca, llegaron á
forjar una leyenda, la del Hércules triste.
El Hércules enamorado sufría. ¿Qué seria
ello? Nadie osó imajinarlo siquiera pero to-
dos, sin dar con la causa de ese dolor, pre-
sintieron algo extraño, algo funesto, som-
brío, como si, al escuchar la relación, sintie-
ran á sus espaldas el soplo de un aletazo
trájico.
III
Una noche de estío, amable, alegre, diá-
fana, el Hércules había invitado á comer á
un grupo de amigos íntimos. Media doce-
na quizá. En el comedor del restaurant
212-
preferido, preparada de antemano, esperaba
la mesa. Como otrora llegó el Hércules
causando placer su presencia. Alguien creyó
notar un cambio en la habitual sonrisa pe-
ro la advertencia no encontró mayor aco-
jimiento. No todos eran capaces de pene-
trar aquella faz, en la que por primera vez
aparecía el disimulo.
Sentados los comensales el Hércules se
apresuró á manifestar el objeto de su in-
vitación. Era aquella una comida de des-
pedida. Un motivo muy íntimo, que por el
momento callaba, le obligaba á embarcarse
al siguiente día para un punto que tam-
bién callaba. Esta declaración la hizo en
un tono especial, extraño en él, pero fué
tal la seriedad del gesto conque acompañó
las frases que los amigos resolvieron respe-
tar el misterio conque las envolvía. Uno,
sin embargo, se atrevió á hacer una alu-
sión á su compromiso amoroso. — No me
caso, interrumpió el Hércules, fria, casi
agresivamente. Entonces el misterio tornóse
absoluto y nadie osó ya penetrarlo. — Y aho-
ra no se hable más del asunto hasta que
yo escriba. Será pronto. Era una orden
213
digna de acatarse por cuanto él la daba
deseando, agregó, que en aquella reunión
no se ocuparan sino de estar alegres, ya
que él también lo estaba pese á la circuns-
tancia antedicha.
¿Cómo insistir? La imposición se hacía
en tal forma que ella adquiría todos los
contornos del derecho. El quería callar,
hacer silencio sobre lo que á él solo per-
tenecía y la amistad tropezaba allí con la
más elemental discreción.
En tanto habían empezado á vaciarse
las copas y el vino italiano, caliente y ge-
neroso, empujaba a los espíritus hacia la
placidez y el olvido.
Decidor como nunca el Hércules promovió
varias discusiones sobre arduos temas de
actualidad social, buscando, empeñosamente,
la opinión ajena que él exijía clara y neta
en los problemas de interés colectivo á di-
lucidarse en el siglo.
Llegó á hablarse del sacrificio individual
realizado en aras de una idea y entonces
él tuvo un estallido. Pareció iluminarse de
pronto y, como transfigurado por la emo-
ción, pretendió hablar y no pudo. Dijo en-
—214-
tonces cosas incoherentes, sin hilación para
los otros, vacías de sentido. De pronto guar-
dó silencio. Fué aquel un momento solem-
ne. El Hércules miró á sus amigos, dejó
caer la copa que iba á llevar á los labios por
vigésima vez, hizo una mueca lenta, tan
lenta como horrible y rompió á llorar. Pa-
recía un lobo con lágrimas. Aquellas no eran
lágrimas ele hombre. Le creyeron borracho
pero no se lo dijeron. El cariño hacia él
podía mucho: tanto que, por una rara sujes-
tión, llegaron á creerse ya borrachos todos.
¡Cuando el Hércules lo estaba!... ¡Pero no!
El, serenándose, explicó el fenómeno. Aquel
estado provenía del dolor sentido por él al no
poder entregar su vida en holocausto á las
ideas de redención humana por las cuales
luchaban todos. Sí, él había soñado, en más
de una ocasión, entregar su vida, su mise-
rable, su triste, su despreciada vida, en bien
de la causa y el porvenir. Su dolor estaba,
pues, en eso. ¿Podían encontrar fuera de lu-
gar aquel sentimiento? ¡Oh, él lo sabía! To-
dos, todos los compañeros lo abrigaban
con más ó menos fuerza. Y pasó á otro
tema.
—215—
Antes de terminar la comida pidió, en
reserva, á uno de sus amigos, el más jo-
ven, se hiciera cargo de un dinero que le
sobraba, desqués de descontar todos los
gastos de su viaje. Ahí lo tenía; se lo en-
tregaba para ser distribuido entre los pe-
riódicos de propaganda revolucionaria en
el mundo. E indicó nombres y ciudades.
París, Madrid, Londres, Ginebra, Buenos
Aires. El no tendría tiempo, — el vapor sa-
lía temprano, — y pedía aquello como un ser-
vicio. Terminado el encargo volvióse á be-
ber y á charlar. Se estaba en los postres
y el Hércules no había casi probado boca-
do. Eso sí, bebía por diez, febril, casi
desesperadamente. De pronto, y como si se
apercibiera de algo importante, dijo, más
para él que para los que le escuchaban: si
continuo bebiendo no podré embarcarme
luego. Y reaccionando:
— ¡Mozo! cafó.
Divagóse un rato más, tocáronse otros
temas de escaso interés y la velada dióse
por terminada. Eran las doce de la noche.
Y eso, para hombres de trabajo, para obre-
— 216 -
ros de taller, equivalía á haber perdido co-
mo mimnmn dos horas de sueño.
Ya en la calle y como obedeciendo á un
acuerdo tácito, todos acompañaron al Hér-
cules hasta su casa. Sin fundamento, al pa-
recer serio, una especie de presentimiento
triste cerníase sobre el grupo y á ninguno
le pareció extraña la resolución tomada por
el más joven: permanecer al lado del Hércu-
les hasta el día siguiente, por si era necesa-
ria su presencia antes del embarque.
Aceptada la resolución realizóse la des-
pedida exigiéndose noticias prontas del fu-
turo viajero.
Este contestó afirmando y confundiendo
en un grande abrazo todos aquellos pechos
de amigos leales.
— ¡Salud, compañeros!...
Desde el umbral el Hércules dirijía su úl-
timo saludo sellando el rostro con su habi-
tual sonrisa pero esta vez más llena de bon-
dad y misterio.
217
IV
A las seis de la mañana, cuando despertó el
amigo pudo ver al Hércules sentado á su
mesa de trabajo, rodeado de piedras y tin-
tas.— el Hércules era litógrafo, — y escri-
biendo calmosa pero atenciosamente. Cerca,
una tetera y una taza recien servida.
— ^¿Quieres acompañarme? Toma. Y le sir-
vió del liquido humeante.
Amodorrado aún el joven amigo contestó,
aceptando, en palabras balbuceadas. Ense-
guida clióse cuenta de que el Hércules no
había dormido aunque no fuera esa la inten-
ción manifestada al entrar en casa.
Sin embargo pensó que asuntos urjentes,
relacionados con el viaje en perpectiva, le
habían impedido realizar su intención y
viéndole preocupado prefirió no interrum-
pirle. Bebió el té y se tiró de la cama.
-218-
— ¡Y, ahora? Vestido ya el amigo se ofrecía
al Hércules.
— Antes de nada, ésto. Y le alcanzó un
boleto. El boleto decía: «Fotografía X. Una
docena de retratos». Vé á buscarlos. Son
las siete. Antes de media hora puedes estar
de regreso.
El amigo se asombró un poco. Jamás
el Hércules había perdido tiempo en esas
bagatelas.
Comprendiendo la duela fué ésta disipada
con rapidez notable. El viaje... algún acci-
dente que pudiera ocurrir... — ¡estamos en
todo momento tan expuestos á peligros!... —
Y, al fin, aquel] o era siempre un recuerdo
ó cuando menos una curiosidad... ¿No desea-
ba él uno? Desde ya se lo daba. Podía to-
marlo desde que se los entregaran en la fo-
tografía.
— Pero no pierdas tiempo. Vé y vuelve,
pues. Tendrás cosas más importantes que ha-
cer... Y salió á escape.
Cuando regresó el amigo, pudo, llorando,
—219 —
reconstruir la escena ocurrida durante su
ausencia y en esta forma.
Ya solo el Hércules, y una vez terminada
la tarea á que lo dejara entregado, se había
erguido, tan alto como era, dando tres pasos
hasta llegar á su mesa de luz de donde sa-
cara el arma que aún conservaba en la ma-
no rígida; recostóse en la cama y, sereno,
quizá sonriendo bondadosa, misteriosamen-
te, apoyó el cañón de acero en la sien des-
pajada. Después sonó el tiro que no oyera
radie y el cuerpo, por un movimiento con-
vulcivo, había ido rodando así, hasta el pié-
de la mesa donde estaba sangriento ante
sus ojos atónitos y preñados de lágrimas
ardientes. ¡Pobre Hércules! ¡Tan bueno, tan
generoso, tan exesivo, tan grande de veras!
¡Y cómo le había engañado! Pero ¿porqué?
¿por quér ¡Qué horror! ¡Qué tristeza! ¡Qué
maldición! ¡Qué injusticia! ¡El Hércules
muerto y por su propias manos! ¡Sí. allí esta-
ba! ¡Era él el Hércules, aquel su noble ami-
go, esencia pura de humanidad, luz de vida,
muerto, muerto! Quizo salir huyendo pero un
sentimiento íntimo le detuvo frente á la mesa
donde, minutos antes, le dejara al parecer
-220-
lleno de alientos, exteriorizando su dolor,
fijando sus pensamientos postreros.
Las cartas del suicida eran tres. Intimas
y tan misteriosas como su sonrisa. ¿Por qué
se mataba?
Sus cartas, impregnadas de ternura todas,
no lo decían. Parecía que su intención final
era la de llevarse el terrible, el formidable
secreto. Y á fé que nadie lo hubiera desen-
trañado si él mismo, con anterioridad, no lo
hiciera redactando su propio epitafio. En uno
de los cajones yacía un manuscrito que el
amigo curioso desempolvó: producto soy del
esfuerzo de muchas generaciones; en mi aca-
ba la extirpe. ¡Hasta aquí dijo natura! Soy la
expresión más alta de mi linaje; pero en mi
acaba la raza: los Hércules no dejan descen-
dencia: impotentes son... Así yo.
Y el amigo, evocando los ojos picarescos de
la novia enlutada, — la figurita de sévres, deli-
cada y frájil, — quedó convencido de que el
Hércules acababa de caer aplastado por
su propia impotencia.
¡Y así todos los Hércules!...
JOB EN Lfi CALLE
Llovía. Caía el agua, implacable como
un dolor. Era uno de esos aguaceros to-
rrenciales que castigan, que azotan si dar
tiempo siquiera á esquivar el bulto, á gua-
recerse. Chaparrones que, de improviso ¡zas!
— agua, rayos, truenos — como una bomba,
que digo, como mil bombas, caen sobre las.
pobres ciudades, inundando sus vías como
ríos, mojándolo todo, salpicándolo todo, en-
suciándole tocio. Peatones, sorprendidos á
muchas cuadras de sus casas, que entran
chorreando en el primer café con que tro-
piezan; modestas mujeres que, inútilmente,
222
buscan un coche donde meter sus maltre-
chas figuras; temerosas obreritas que, rá-
pidas, bajo las gruesas gotas, marchan es-
peranzadas ¡ay! vanamente, en llegar á sus
talleres sin estar hechas sopas; viajeros de
tranvías descubiertos á quienes las cortinas,
empapadas, golpean cruelmente el rostro; y,
por fin, niños y perros vagabundos que
solo se atreven á detenerse sobre un um-
bral, al abrigo — ¡misero abrigo! — de algún
portalón de Banco ó de casa rica, sin te-
mor esta vez de que el portero verdugo les
rompa una costilla de un palo por insolen-
tes y sucios.
íbamos entre los pasajeros de un tran-
vía, Via Paseo de Julio. Y fué al llegar á
una de las esquinas centrales, que, puestos
en la disyuntiva de optar entre la espada,
que en este caso era el vehículo abierto, y
la pared, optamos, sin titubear, por la pa-
red. Nos echamos al río, pues, es decir, á
la calle, y, de tres saltos, como nuestros,
estábamos bajo la vieja recoba bonaerense
sacudiéndonos el saco para evitar la cala-
dura.
En la calzada, frente mismo á nosotros,
223
estaba un hombre sentado. A nuestro alre-
dedor había otros muchos esperando á que
la lluvia disminuyera sus ímpetus. Oí decir
á uno de ellos: — ¡diablos! en ninguna ciu-
dad del mundo cae el agua como en esta!
¿Conocería nuestro hombre otras ciudades?
Todo puede ser.
En seguida fijóme en el hombre sentado.
No sé que de extraño le encuentro.- Fijóme
nuevamente. Ahora los rasgos de su cara me
producen una impresión dolorosa. Me parece
que ese hombre sufre. Acercóme. ¿Qué tie-
ne? interrogo. ¿Por qué hace esas muecas
tan raras? Los músculos faciales movíansele
como azogados. ¿Qué le pasa? El hombre
me contempla un instante. Después — ¿quie-
re saberlo? dice en tono brusco. — Sí. —
Bueno, déme tabaco primero. Saco un ciga-
rrillo. A todo esto algunos curiosos se han
acercado. Ninguno de ellos? hasta ese mo-
mento, había reparado en el hombre que
sufría...
Este ha deshecho ya el cigarro }T masca
el tabaco, todo el tabaco, como si fuera un
pan. Acto continuo se para ante nosotros.
Mira ¿Hay en él algo de terriblemente trá-
- 224 -
gico ó es ficción ele mis ojos predispuestos
siempre á ver lo que no existe? Escuchad.
De un tirón ha abierto su chaqueta. Como
movido por un resorte uno de los curiosos
huye bajo la lluvia. No puede más. Aque-
llo es espantoso. Oculta por la ropa estaba
la llaga. El hueso, la eslilla al aire, rodeada
de carne fétida, podrida. Podrida, sí. Yo he
sentido su hedor, la he admirado con mis
ojos, la he cubierto con mis manos. ¡Esta-
ba podrida!
— Es feo ¿verdad? díjome el hombre. Pe-
ro hay algo peor aún; agregó. Y se tomó
la cabeza con ambas manos como si preten-
diera arrancarla del tronco. Hay algo peor
y es que la llaga me duele hasta aquí. Y mo-
vía la martirizada cabeza. En tanto la heri-
da permanecía al aire, como uua bandera de
odio, de rencor que no muere, que no puede
morir.
El hombre me seguía mirando." Yo le di
el nombre de su enfermedad.
— Sí... sí... eso me han dicho en el hos-
pital. ¡Pero no me curan, no quieren cu-
rarme!...
¡Con qué dolor dijo esta frase! Creedme:
-225-
oir el acento clel viejo era más terrible, si
cabe, que ver su llaga.
Di vuelta. A mi alrededor no quedaba
nadie. Estaba solo con el enfermo. ¡Nadie!
¡Nadie! ¡Nadie! ¡Todos huian! Mientras, la
herida continuaba al aire, como una bandera
de odio, de rencor que no muere, que no pue-
de morir ya.
Entonces pensé que de ella salían,, en mul-
titud, las ondas fétidas que el viento de la
tarde llevaba, presuroso, hacia ios cuatro pun-
tos cardinales de la gran ciudad.
EL SACRIFICADO
; Adelante! Por encima de las tumbas:
; Adelante!
GOETHE.
Triste y bueno. Así era. No se le había
visto llorar nunca pero su rostro, su peque-
ño y fino rostro de niño, parecía hecho,
amasado con lágrimas y hojas de rosas oto-
ñales. Cuánta suavidad, cuánta . dulzura la
que trasparentaban aquellos ojos, grandes,
—228—
muy grandes, lo único grande en aquel ros-
tro casi enjuto; cuánta amable caricia es-
condida en aquella boca que solo sabía de
palabras afables cuando hacia los demás
iban; y qué de sombras, trágicas y crueles,
en esa- su frente altiva, soberana, corona ex-
pléndida de un armazón endeble, enteco,
indigno para sustentarla!
Vivía amando, esparciendo á su alrededor
algo así como un hálito puro de esencia hu-
mana, proyectando luz tan potente de be-
lleza y bondad que más parecía aquel cuerpo
una .de esas flores — tal las pequeñas mag-
nolias— que, después del martirio, ya mar-
chitas y estrujadas, dan á los vientos su
mas grato, su mas intenso perfume.
Vaso deforme y raro, aquel organismo,
parodia infame del hombre, aplastaba su
vida psíquica, desmoronándose más cuanto
mayor campo de acción buscaba aquella
para espandirse.
— ¡Para qué he de servir? decíase el pobre
niño, presa de la epilepsia, al contemplar,
impotente, el combate brutal por la vida
en que padres y hermanos hallábanse en-
vueltos. A -la casa pobre cada uno aportaba
-229-
su material contingente. Ellos, cada uno
constituía una columna dolorosa. ¡Qué el
edificio pesaba y los hombros, los pobres
hombros no presentaban mayor resistencia!
Y carga, pesada carga también era él para
aquellas columnas que á quebrarse empe-
zaban. ¡Oh, bien lo comprendía el mísero
cuerpo presa de la epilepsia!
El pobre niño pálido deteníase á meditar
y, frente á frente de la vida, argumentaba.
— ¡No puede ser! decía después; y, al lan-
zar el grito, erguía la frente altiva ajitando
hebras de oro sobre el cuerpo enteco.
Entonces era cuando las sombras, trágicas
y crueles, se arremolinaban formando tor-
menta; y, al sacudir el cerebro, podía vér-
seles á través de los ojos, cristales puros,
dar pábulo á un pensamiento. A un pensa-
miento enorme, muy grande y muy negro,
con bordes rojos.
230-
II
Sobre la mesa donde él había atado el arma
para poder degollarse con el propio peso de la
frente altiva, las hebras de oro flotaban sobre
la sangre humeante que alcanzaba á manchar
la plana amarillenta donde el pobre niño ha-
bía escrito su última cláusula. El testamen-
to del suicida era corto. Era una síntesis
puesta en una palabra, síntesis que yo he
descifrado. Decía: Goethe!...
LOS COMPONENTES
DEL DRAMA
La ley
Cae el velo. Se hace la sombra. La figu-
ra fatídica avanza. Mirad: tiene faz de pe-
rro. La mandíbula busca la presa. ¡Oh, la
mísera estancia del obrero altivo! ¡Cómo se
extremece, entera, ele impotencia, de rabia!
A ser posible, estallaría con su dueño. Des-
-232-
pués, la mandíbula se abre. Viene el cierre
de dientes... ¡Presa sabrosa!... ¡Oh, ley!
Las lágrimas
¿Y ahora? Un nombre más en la lista
dé los perdidos... Así en la ciudad del gol-
fo azul con su déspota inamovible, — capa
de plomo sobre el cerebro de un pueblo.
Yo he soñado con un Gulf Stream torvor
rugiente de cóleras bravas. Algo grande,
formidablemente hermoso, que fuera como
la protesta de los que allá aman la vida,
contra los sucios necrófagos. ¡Sí, soñemos
mientras en el país proficuo, en el granero
dulce del mundo, bebiendo estamos sal-
muera hechas con aguas del Plata! ¡Oh, lá-
grimas!
La luz
Es en un pueblo lejano, en un país de silen-
cio, tal como aquel terrible del cuento, donde
se llora y maldice, donde el derecho es la
fuerza, donde la ley es abuso, es dolor, es
sangre, es muerte, — gemido de niño ham-:
233
briento, llanto de novia infelice, sollozo de
madre mártir, salivazo feroz de odio, grito
de hombre! ¡Oh, luz!
La voz
Y en la noche fosca, en medio de los
silencios del mundo, una voz!...
LA 50MRI5A DEL HÉROE
Se alza un hombre en medio del tumulto
y grita: ¡yo aplico la ley! Soy el brazo ar-
mado de la sociedad. Inexorable, no per-
dono. Frío, como una espada, rajo las car-
nes, divido los cuellos, hmido en las sombras
á las víctimas. Como un dogal de hierro ó
torniquete terrible, tengo en mis manos el
código que no discuto. Sus cláusulas son
para mí la palabra sagrada, la voz supre-
-236-
ma. el dogma intangible. No pienso, no
siento. Puede el que delinquió haber sido
empujado al antro por causas que justifi-
quen el hecho. No investigo. Mi misión es
la de dejar caer el arma sobre la espalda
desnuda. En cuanto al espectáculo del des-
garramiento déjame impasible. Cumplo el
código, realizo el dogma y mi conciencia
queda tranquila. No me equivoco nunca.
Soy irresponsable. Voz y voluntad social,
soy un eco. Represento á la vindicta pú-
blica. Instrumento suyo, nadie tiene derecho
á arrojarme, como insulto, las consecuen-
cias funestas de mis errores. Ciego soy. Tal
el verdugo sobre quien tengo superioridad
de grado. ¿Me habéis reconocido? Soy el juez.
II
De entre las sombras — noche de dolor y
lágrimas — emerge la gran figura. Trae en
-237-
sus manos luz ele justicia. Su voz repercute
en los vientos como una explosión ele tor-
menta. Viene armado, en nombre de todas
las desgracias, de tocias las miserias, de to-
das las debilidades. Grita: lanza su reto y
su bomba. Es el héroe. Ha llegado, paladin
de los tristes, produciendo el terror como
un nuevo caballero de la luz y de la muer-
te, llamando la atención del mundo sobre
los defensores de los opresos y haciendo
comprender á los que aplican las leyes que
hay que ser más benévolos. Demanda ven-
ganza. La cumple y cae reflejando en su
rostro signos de triunfo.
III
Y cuando el héroe espira en el pabellón
de la noche se abre un ojal de luz.
De Esperanza
EL BRAVO TRABAJADOR
— ¡Maldita seca! Y mientras el rostro del
labrador se dirige á lo alto en un gesto de
desafío y de amenaza, una racha cálida
cruza azotándole y envolviéndole en una
nube de polvo convertida, á poco andar,
en remolino de fuego.
Para hacer un trasplante el bravo tra-
bajador ha tenido ese día que abrir á ha-
chazos la tierra. Sobre las fauces abiertas
242
ha arrojado, á chorros, el agua fresca sa-
cada del modesto pozo primitivo á fuerza
de nrúsculo y paciencia. Como esponjas, los
grandes terrones han absorbido el líquido,
todo el líquido. Después los grandes terro-
nes se han saturado, se han ablandado pa-
ra, por fin, deshacerse vencidos por la ca-
ricia húmeda y convertirse en lecho fecundo
dispuesto á recibir á la pequeña planta
empezada á formarse en el almacigo.
¡Pobres plantas! Apretadas, estrujadas,
constreñidas por la tierra que los rayos del
sol apelmazan y agrietan de trecho en tre-
cho, se han ido poniendo tristes y amari-
llentas ante la presencia del bravo traba-
jador impotente, que las mira agostarse con
la amargura en los ojos y la protesta pró-
xima á estallar en los labios.
-243
II
Amanece. Un rayo de sol, como mi dar-
do ígneo, atraviesa la quinta de este á oeste.
Un latigazo, en la mejilla del labrador, hu-
biera producido el misino efecto. Hoy el sol
sale para él como un castigo. En la huerta
vecina chirría el eje del molino á viento
cuya rueda gira, como en un vértigo, al ca-
pricho délas ondas calientes. ¡Allí tendrán
verdura! No perderán la cosecha porque el
pozo semi-surgente no ha de agotarse an-
tes que llueva y el molino extrae de la
misma entraña terrestre el agua que el es-
pera, inútilmente, de lo alto...
El bravo trabajador defendería aún sus
sembrados de la seca, pero esa. noche ha
agotado el pozo, el misero manantial que
minea surge para el pobre sino de la pri-
244-
mera napa, y el pequeño depósito se le ha
ido todo en el trasplante de esa mañana.
¿Que hacer?
Entonces el bravo trabajador se cruza de
brazos como un derrotado frente á los sem-
brados tristes y amarillentos que él conti-
nuará mirando languidecer con la amargura
en los ojos y la protesta, ahora muda pero
latente en todo su ser rebelado contra la
fatalidad y la injusticia.
¿Previsor? Sí. Lo había sido puesto que, á
costa de muchas privaciones en sus comodi-
dades, él había reunido, un año antes, los
ahorros suficientes para adquirir la maqui-
naria salvadora. Pero los ahorros se fueron
junto con el cadáver de, la pobre viejecita, de
la buena abuela que adoraba las plantas y
las flores y á quien consumió la fiebre cuan-
do estas perdían todos sus tonos vivos.
P?se al recuerdo triste y al dolor pre-
sente el bravo trabajador, rodeado de la com-
pañera y de los hijos, espera, espera, el agua
benéfica que caerá quizá mañana devolvien-
do á la huerta sus colores.
/
MIS MAESTROS
— ¿Quiere usted un pitillo, señorito? To-
dos los trabajos deben acompañarse con un
poco de humo...
Y mientras lía tabaco de la petaca bor-
dada, congracia y sorna andaluza mi maes-
tro en horticultura comienza á darme lec-
ciones.
— Mire usted: estas plantas van á dar
papas así, como el puño. Pero hay que arri-
—246-
marles tierra con fuerza y tesón. Déme us-
ted. Voy á enseñarle.
Mi maestro ha guardado su petaca y con
el cigarro en la boca, echando humo en
grandes nubes, penetra en el cantero en
cuyo centro estoy azada en mano.
— Aprenda, señorito. Y con una energía
que nadie hubiera sospechado en su cuer-
po fino, puro nervio y músculo, hunde la
azada en tierra. Con cuatro grandes gol-
pes que se dirían exactamente iguales, rá-
pidos y seguros, ha formado una montaña
alrededor del tallo del tubérculo, que, bajo
la cúspide de aquella, desaparece dejando
sólo asomar fuera de tierra la copa de la
planta.
— Ya á sofocarla, me atrevo á decirle al
ver las proporciones diminutas á que que-
dan reducidos los hace un momento gallar-
dos gajos.
— ¡Quiá! ¡No diga usted! Si esto es la vida
para ellas. Con la tierra así conservan las
raíces frescas. Y ahora aunque no llueva
en un mes... Ya verá como sale el fruto
abundante aquí no más, cerquitita de la
mano, que la tierra está muy movida, muy
247-
labrada. Ansina en cuanto arañe usted una
poquita siquiera ya siente la mano llena...
II
Indudablemente al hablar en tal forma
el maestro sentía una voluptuosidad, un
placer especial, como si en realidad estu-
viera en ese momento saboreando el gene-
roso producto.
— ¿Dígame y en qué proporción produce
esta semilla?
Se ve que el maestro no puede ahora
contestar categóricamente porque hace un
gesto, un mohín extraño de eluda. Después:
eso, según y conforme. Hay casos. Yo, por
ejemplo, en la cosecha anterior sembré tres-
cientos kilos y recogí diez mil, es decir
cinco, porque, naturalmente, sembraba á me-
dias con el dueño del campo. Pero el re-
248-
sultado no es siempre el mismo. Otras veces
no he obtenido ni la tercera parte. Eso
cuando no he sembrado al viento, quiero
decir para el diablo... Y cruzó por su frente
una racha pesimista.
— ¿Cómo así?
— Sí. pues, cuando la tierra me ha pa-
gado con ingratitud el trabajo; cuando la
mucha lluvia me ha echao á perder la- semi-
lla, pudriéndola.
— Claro, esas son contingencias que no
pueden preveerse, digo mirando al maestro
arrugar el ceño.
— Es que sembrar aquí es casi lo mismo
que jugar á la lotería. Porque cuando no
es el exceso de agua, son las heladas trai-
doras, ó es la seca. ¿Se acuerda del mes
pasado? Las quintas se perdían que era una
pena. Después llovió; cayeron cuatro gotas
y fué para peor. La tierra se puso como
una estopa. No hay, pues, más que aguan-
tar, tener paciencia, señorito. Ya irá apren-
diendo cosas buenas. Pero no hay que des-
mayar por eso. Llegan años que valen por
diez. Y entonces todo es color de rosa y
sucede lo propio que en los cuentos...
249-
— Bueno, vaya lo mío por lo otro ¡qué
cliantre! exclamo tratando ele sacudir aque-
lla onda melancólica que ha hecho presa
del maestro, y pretendiendo, ingenuamente
á la verdad, infundir en su ánimo lo que
sin duela posible él posee en dosis infini-
tamente mayor que yo: la esperanza.
A tocio esto, y con la ayuda de otra aza-
da, maestro y discípulo hemos terminado la
tarea de arrimar tierra á las papas.
m
— ¿Y ahora, maestro?
— ¿No está usted fatigado?
— Absolutamente.
— Entonces, á puntear aqní. ¡Vengan las
palas!
Hace siete años que nadie toca esta tie-
rra. Sobre ella han crecido yuyos con ím-
-250-
petus gigantescos. Ha habido que abatir-
los á golpes de guadaña. Ahora dará prin-
cipio el trabajo de punteo, el más .fuerte
de todos los necesarios para preparar el
lecho que ha de recibir la semilla.
Y los hierros cortan raices, entran en
tierra y cavan, cavan empujados por un
brazo joven y fuerte y por otro, sino tan
vigoroso más diestro, más ejercitado, más
hecho á la labor ruda y continuada. A pe-
sar de ello puede decirse que esta vez, mae-
stro y discípulo marchan á la par.
Hace calor. El sol está alto aún y se
se trabaja sin reparo, pues el monte, á
quién el astro mira de frente, se encuentra
á nuestras espaldas. Se suda. Las gotas, no
siempre cristalinas, cubren las frentes y
ruedan por los rostros. Cuando llegan á la
boca incomodan. Son salobres como el agua
del mar. No hay para que esforzarse en de-
mostrar que la brega es grande. Claro: como
que maestro y discípulo se hallan empe-
ñados en la obra de dar vuelta ala tierra!...
Ya está la lonja de terreno dividida en
panes. La pala ha entrado por todos lados
poniendo al sol las raíces de los pastos que
251
servirán de excelente abono cuando entren
en descomposición, se sequen y puedan
mezclarse con el humus.
— En cuanto llueva, díceme el maestro,
estos terrones se hincharán como esponjas.
Después, de un solo golpe, con los hierros,
los haremos añicos y, con el rastrillo, polvo.
¡Y eche usted semilla entonces! ¡Por mi sa-
lud que no se pierde ni una!
¿Y la seca, maestro? ¿Y la mucha agua
que pueda caer? ¿Y todo lo demás que
también puede venir?
El maestro me mira como absorto en un
pensamiento profundo. Después sonrie. Se
ve que ha encontrado la solución.
— Bien, señorito, entonces se siembra de
nuevo. Lo principal es tener preparado el te-
rreno y estelo estará pronto. Mañana quizá...
Y continuamos la labor.
FIN
ÍNDICE
HEROICA Pag.
Conquista 7
Independencia 17
Hermanos 25
Postrer Fulgor 38
Gritos Nuevos 47
SALVAJE
La pendencia 61
El enemigo 71
La traición SI
DE AMOR Pag.
Cruz 193
La sugestión 105
. Resurrección - 115
¡Así! 123
Cadenas 133
DE SACRIFICIO
Margarita Criolla 143
La llaga al aire 149
La explotada 153
Un regenerado 155
DE PUEBLO
El infractor. 165
El rebelde 169
Un número 175
¿Para Qué? 181
Un alzao 185
«Milonga» y «Gorrita» en Semana Santa 189
La asamblea huelguista 193
Corazón 197
SIMBÓLICA
Hércules 205
Job en la calle 221
Pag.
El sacrificado 227
Los componentes del drama 231
La sonrisa del héroe 235
DE ESPERANZA
El bravo trabajador 24l
Mis maestros 245
'mm: